LA METÁFORA MÓRBIDA Y DISCIPLINAR DE LA TUBERCULOSIS EN SANATORIO (1938) DE CARLOS PARRA DEL RIEGO Por Helen Garnica Brocos UNA TESIS Entregada a Michigan State University en cumplimiento de los requisitos para el título de Literaturas Hispánicas – Maestría en Artes 2024 THE MORBID AND DISCIPLINARY METAPHOR OF TUBERCULOSIS IN SANATORIUM (1938) BY CARLOS PARRA DEL RIEGO By Helen Garnica Brocos A THESIS Submitted to Michigan State University in partial fulfillment of the requirements for the degree of Hispanic Literatures – Master of Arts 2024 RESUMEN Esta tesis postula que la novela Sanatorio (1938) de Carlos Parra del Riego gesta una concepción metafórica de la tuberculosis al evocar, haciendo uso de la primera persona narrativa, un protagonista llamado Fernández que debe marchar de Lima a Jauja para restaurar su salud. Con este fin, Fernández se asila en el sanatorio Olavegoya que le otorga un estatuto singular al configurarse como un espacio donde existe un pacto tácito de pérdida de libertad, aplicación de un régimen silencioso y de instrumentalización del cuerpo, por lo que el enfermo busca evadir la autoridad médica y la vigilancia de los trabajadores mediante el uso del dinero y la influencia. En aras de estudiar la metáfora de la tisis y la disciplina que detenta el orden del médico, utilizaremos, principalmente, la propuesta de Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas (1978) y El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada médica (1963) de Michel Foucault, pues ambos filósofos nos ayudan a analizar la particularidad de la “peste blanca”. ABSTRACT This thesis proposes that Carlos Parra del Riego's novel Sanatorio (1938) develops a metaphorical conception of tuberculosis by evoking, using a first-person narrative, a protagonist named Fernández who must leave Lima for Jauja in order to restore his health. To this end, Fernández settles in the Olavegoya sanatorium, where there is a tacit pact of loss of personal freedom, the application of a silent regime and medical instrumentalization of the body, while the character tries to evade medical authority and the vigilance of the workers, by using money and influence. In order to study the metaphor of phthisis and the discipline that holds the order of the clinic, we will use, mainly, the proposal of Susan Sontag in Illness as Metaphor (1978) and The Birth of the Clinic: An Archeology of Medical Perception (1963) by Michel Foucault, since both theorists help us to analyze closer the particularity of the “white plague.” ÍNDICE INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………………….…..1 CAPÍTULO UNO: JAUJA COMO CIUDAD SANATORIO: HIGIENISMO Y TUBERCULOSIS EN LOS ANDES CENTRALES PERUANOS………..……………………………………..........5 1.1: La tuberculosis en el discurso médico peruano durante fines del XIX y a principios del XX…………………………………………………………………………...…………...14 1.2: La ciudad sanatorio: Jauja y el Domingo Olavegoya………………………………...27 CAPÍTULO DOS: ESCRIBIR DESDE LA ENFERMEDAD: METÁFORA Y LITERATURA EN JAUJA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX…………………..........................39 2.1: La metáfora patológica y la vigilancia disciplinaria…………………………………40 2.2: El quehacer literario sobre la tuberculosis: una primera aproximación……................61 2.3: El clima milagroso de Jauja………………………………………………….............67 2.4: El tuberculoso como parte de la escena local jaujina: temor y naturalización en la narrativa de Junín………………………………………………………………………...71 2.5: Hablan los foráneos: narrar la tisis desde el yo enfermo………………………..........77 CAPÍTULO TRES: LA METÁFORA DISCIPLINAR EN SANATORIO DESDE LA TUBERCULOSIS………………………………………………………………………………..88 3.1: El paciente Fernández entre la consunción y la tisis………………………………….93 3.2: La retícula de la vigilancia: el sanatorio Olavegoya………………………………...103 3.3: Las relaciones basadas en el poder: el amor y sus usos…………………………......113 3.4: Una mórbida metáfora: la resistencia a las medidas disciplinares………………......125 CONCLUSIONES...……………………………………………………………………………137 OBRAS CITADAS…………………………………………………………………………..…142 iii INTRODUCCIÓN Desde la muerte silente y melancólica de una llorosa María (1867) de Jorge Issacs (1837- 1895), el profundo dolor en el vientre que padece la protagonista Laura en La Rosa Muerta (1914) de Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), la epidemia sin nombre que convierte una peluquería otrora llena de peces coloridos en un moridero del cual abjura la ciudad en Salón de belleza (1994) de Mario Bellatin (1960), el advenimiento del SIDA que permite a las autonombradas locas resistir desde el cuerpo y batallar contra los militares en plena dictadura en Chile en Loco afán: crónicas de sidario (1996) de Pedro Lemebel (1952-2015), hasta la malformación congénita del corazón que afecta al médium Juan Peterson en Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez (1973), los entrelazamientos entre literatura y enfermedad no han cesado de proliferar en América Latina. Ya sea para aludir al ámbito de las represiones sexuales, a la mácula casi divina que pesa sobre amadas etéreas y pálidas, a la abyecta figura de quienes no ingresan al pacto higienista de las emergentes literaturas nacionales, a quienes resisten contra el sistema heteropatriarcal que busca normalizar y generar imágenes de ciudadanía, a la representación de trayectorias de vida a contrapelo o a la canalización de la putrefacción del entorno en un cuerpo, la enfermedad ha sido un motivo constante para trazar, por ejemplo, fronteras dicotómicas entre sanos o enfermos, cuerdos y orates, dominadores y subyugados, entre otros. De hecho, existir desde una enfermedad incurable dota de un sentido trágico a quienes la padecen, probablemente porque se asume una muerte temprana, la manifestación de un conjunto de signos que se suponen terribles, la externalización física del mal, y la inutilidad de los recursos económicos; sin embargo, no todas las afecciones, al menos en parte del XIX y del XX, se hallaban revestidas de tal negatividad. Así, la denominada peste blanca, tisis o tuberculosis constituyó un misterio para las ciencias médicas, en tanto en que se desconocía su origen y modo de tratamiento, por lo que surgieron una serie de 1 explicaciones ancladas en visiones ultraterrenas, la dotación de un espíritu trascendente o comentarios genésicos de corte racista: el afectado podía semejar un ser genial y sacro, o bien, un ente maloliente digno de repeler. En aras de encontrar un modo de abordar las consecuencias de la tuberculosis, se asumió que este era un desbalance de humores, un don de los dioses o el resultado de una vida precaria; en todo caso, el fin era el mismo: la tos persistente, la delgadez progresiva y la debilidad de los pulmones que dificultaba la respiración. Por eso, apelando a la tesis humoral grecolatina que presuponía un desequilibrio provocado por la aspiración de algún miasma, se moduló una explicación de raigambre francesa donde el entorno geográfico pasó a ocupar un rol capital para explicar la preservación y recomposición del afectado: un clima seco, la rarificación del oxígeno, la inserción en la naturaleza, una dieta frugal y caminar en zonas montañosas con elevada altitud sobre el nivel del mar. Las condiciones previas eran reunidas, en Perú, por una provincia legendaria al haber sido nombrada Jauja por los primeros soldados españoles que arribaron al Tahuantinsuyo en el siglo XVI. La nominalización homenajeaba la tierra ilusoria europea donde brotaba leche, miel y otras delicias que alegraban una vida inmortal; de modo más modesto, la Jauja de esta tesis, localizada en los Andes Centrales, se decoró de una fama curativa porque se decía que su clima tenía propiedades beneficiosas para tebecianos que, hasta antes de 1946, no encontraban cura posible en la ingesta de medicamentos y se veían orillados a abandonar su lugar de origen bajo la promesa de una recuperación. Por tanto, desde mediados del XIX hasta casi la segunda década del XX, médicos y políticos peruanos mantuvieron una activa discusión respecto a si debía edificarse un sanatorio para alojar pacientes, a manera de los centros hospitalarios existentes en los Alpes Suizos, en la provincia jaujina. Al mismo tiempo, futuros presidentes (Manuel Pardo), ilustres 2 galenos (José María Zapater) y artistas (desde Francisco Laso hasta Carlos Parra del Riego) marchaban hacia Jauja con la esperanza de restablecerse; inclusive, algunos venían de otras latitudes cuando no existía ni siquiera un ferrocarril que conectara a Lima con Jauja. A pesar de la presencia de estos enfermos, algunos dedicados al mundo del arte siendo pintores o escritores, y la construcción de Jauja como una ciudad sanatorio por más de medio siglo, la literatura peruana canónica no se ha tomado la tarea de mapear las producciones focalizadas en la tuberculosis ni los recuentos de primera persona que realizaron viajeros acerca de Jauja o internos que vivieron en el sanatorio Domingo Olavegoya. En tal medida, este trabajo busca ser un pequeño aporte para reflexionar acerca del devenir de la tuberculosis en Perú (desde disquisiciones médicas hasta motivos de prensa), por lo que nos abocaremos al análisis de la novela Sanatorio (1938), novela publicada en Chile por la mítica editorial Zig-Zag cuya existencia data de 1905, del escritor limeño Carlos Parra del Riego (1896-1939), puesto que dicho texto condensa la percepción del foráneo acerca de Jauja, el desenvolvimiento del paciente en el sanatorio y la autofiguración sobre la tisis. Con el objetivo de comprender la existencia de Sanatorio y las preocupaciones que atormentan a su protagonista Fernández, hemos dividido nuestro estudio en tres secciones: la primera parte está orientada a la reconstrucción histórica latinoamericana y peruana sobre la tisis desde el XIX hasta poco antes de la masificación de la estreptomicina, lo cual derivaría en el abandono progresivo de los sanatorios porque se tendría un medicamento efectivo y mucho más rápido. El segundo apartado conjuga las reflexiones filosóficas de Susan Sontag y Michel Foucault acerca de la conceptualización de la tuberculosis como una metáfora y la emergencia de la figura del médico dentro de las instituciones psiquiátricas, además de un nuevo modo de panóptico moderno donde el ojo avizor que ejercía la disciplina no se concentraba en un solo individuo ni 3 constructo, puesto que se hallaba disperso en una red sostenida por los servidores que laboraban en la institución y, en diverso grado, vigilaban que el paciente se ciñera a los requerimientos de la clínica. Igualmente, en el segundo capítulo, consideramos necesario incluir un pequeño muestrario de diversas obras producidas, tanto por internacionales como nacionales, por viajeros, pacientes o corresponsales que se hallaban atraídos por la creciente popularidad de “la Jauja milagrosa”. Finalmente, en el tercer capítulo plantearemos, propiamente, nuestro análisis a través de la puesta en diálogo de Sanatorio con el corpus textual del segundo capítulo y la caracterización, tanto física como espiritual, del narrador protagonista Fernández sobre la base de las reflexiones históricas y filosóficas que hemos desarrollado previamente. El personaje central es un tísico limeño de clase acomodada que descubre su otredad ante los ojos de los sanos y especialistas médicos, por lo que e intenta trazar estrategias de resistencia que le devuelvan su condición de privilegio. Así, se valdrá de los recursos económicos para intentar quebrar la red de vigilancia que lo devuelve a su condición de paciente, además de su acercamiento a otra interna llamada María, quien es una muchacha provinciana de clase baja. La puesta en escena de su rechazo al régimen clínico y el amor que cree experimentar nos llevarán a detectar dos tipos de acaecer del poder, uno desde la microfísica moderna y otro desde una prerrogativa de superioridad. Por ende, nuestras reflexiones nos ayudarán a comprender cómo la marca de la enfermedad se traduce en una experiencia de vida que otrifica a sus portadores y la resistencia de una clase que se niega a la modernidad reticular que tiende a la homogeneización de los pacientes. 4 CAPÍTULO UNO: JAUJA COMO CIUDAD SANATORIO: HIGIENISMO Y TUBERCULOSIS EN LOS ANDES CENTRALES PERUANOS La afección presenta siempre la forma galopante y los consume en pocos días; he observado sujetos en que la enfermedad ha durado menos de un mes, recorriendo sus periodos de una manera rápida. Entonces se presenta la fiebre que no los abandona por un momento, la toz [sic.] rebelde á todo la diarrea tratamiento, el coliquativa [sic.] y por último el marasmo y la muerte. José María Zapater, Opúsculo sobre la influencia del clima del valle de Jauja en la enfermedad de la tisis pulmonar tuberculosa, 1871 insomnio constante, La denominada tuberculosis, tisis, peste blanca, consunción o azote de la humanidad constituyó, hasta casi mediados del siglo XX, uno de los más grandes misterios para científicos y médicos, quienes no podían señalar su origen o un modo de cura certero. De hecho, este mal es tan o más antiguo que el establecimiento de las primeras comunidades en el Neolítico, dado que parece haber estado presente en la transición de la vida nómada a la sedentaria, el asentamiento de grandes culturas y los conflictos bélicos mundiales. Así, los griegos nominaban a la TB como “ptisis, término que también incluía al empiema y a la fimia o absceso de pulmón” (Cartes 146), y concebían su emergencia asociada al espacio natural como dador de un influjo, ya positivo o negativo, en el organismo humano. Por ejemplo, el fisiólogo griego Hipócrates, en el siglo V antes de Cristo, en su tratado Aires, Aguas y Lugares, postulaba la presencia de un padecimiento que conjugaba sudoraciones, expectoraciones y fiebres altas, aquellas que, probablemente, eran producidas por acumulaciones de agua estancadas, estancia en zonas tórridas y aspiración de vientos pestíferos; en otras palabras, el medio en que estaba inscrita una persona era determinante para la preservación o pérdida de su 5 salud. Tal asociación se mantuvo a lo largo de los años; en el siglo dieciocho europeo, cobró relevancia la prédica higienista que propugnaba las condiciones atmosféricas y telúricas como capitales en el surgimiento de la enfermedad. Por ejemplo, en 1794 se fundó la Cátedra de Higiene Pública en la Facultad de Medicina en París, la cual propugnaba el binomio salud-medio mediante la atención en nociones como la calidad del aire, las condiciones del suelo, el tipo de iluminación, entre otros. Asimismo, en la primera mitad del XIX, la tisis se asumió como un desorden o desbalance de los humores o flujos del cuerpo a causa de agentes externos que, progresivamente, iban deteriorando la corporeidad del afectado hasta alojarse en sus pulmones y producir pequeños nódulos que almacenaban efluvios malignos y se exteriorizaban en los labios:1 Among the early writers who believed in the contagiousness of tuberculosis was Girolamo Fracastoro, who in 1546 wrote of the “seeds” of contagion that spread consumption. The existence of minute organic particles gained further credence 150 years later when Anton van Leeuwenhoek, using a microscope, saw what he called “animalcules”, which he had scraped from inside his mouth. (Ott 54) Tales semillas de contagio debían ser rebatidas en su supuesto centro de nacimiento: los focos miasmáticos, aguas infectas o caldo de cultivo de enfermedades, representaban potenciales fuentes de infección y contaminación que pululaban en los alrededores del sujeto, quien al aspirar las miasmas era expuesto a un desorden de su salud. Para los especialistas, ergo, no sólo se trataba de controlar el mal alojado en el cuerpo en sí, sino, sobre todo, las condiciones geográficas y 1 El investigador argentino Diego Armus explica que la primera mitad del XIX se caracterizó por la preponderancia de una “narrativa etiológica basada en una lógica mecanicista bastante simple. Reconocía la existencia de una alteración del flujo de fluidos en el cuerpo generada por la presencia de materias externas que, en algún momento, disparaban acentuaban un progresivo deterioro físico. Actuaban a la manera de venenos que iban consumiendo tejidos de los pulmones. Luego de un cierto tiempo producían pequeños nódulos –los tubérculos– donde se depositaban los residuos de los tejidos afectados que eran la evidencia del proceso degenerativo que estaba afectando el cuerpo enfermo” (137). Por eso, el exterior devenía una potencial amenaza contra la presunta estabilidad de las sustancias fisiológicas internas. 6 edificaciones en las que el enfermo subsistía: la casa y el espacio público urbano eran zonas que requerían de la aprobación científica, ello con el fin de saber si debían ser habitables o no. De manera semejante, en el furor de la Revolución Industrial se añadió el vínculo entre enfermedad, clase social y origen étnico, pues existía un alto índice de morbilidad entre los pobres u obreros foráneos, quienes vivían tugurizados y sometidos a una constante explotación laboral en las fábricas. En otras palabras, se trazó una especie de continuidad entre las condiciones naturales (aire y agua, principalmente), la distribución de los espacios y la carencia de recursos que redundaron en la estigmatización de sectores empobrecidos y racialmente considerados inferiores (verbigracia, los migrantes en las zonas europeas); curiosamente, esta asunción responsabilizaba al sujeto en sí antes que a las condiciones de explotación: El recurso semántico de la raza fue una suerte de muletilla a la que muy pocos se resistieron entre 1870 y 1940. Algunos hablaban de razas inferiores y superiores basándose en factores que podían mezclar y combinar la biología, la historia, la cultura, la geografía. De liberales reformistas a católicos, y de radicales a socialistas y anarquistas, todos asumían estar utilizando un concepto pretendidamente científico con el que pensaban, según los casos, el presente, el futuro, la cuestión social, la identidad nacional. (Armus 141) La vinculación entre enfermedad y raza prevaleció a lo largo del XIX en los diversos grupos religiosos e intelectuales (de católicos a anarquistas) que naturalizaban la supuesta inferioridad de quienes no detentaban rasgos caucásicos o carecían de un saber letrado. No sería hasta 1882 cuando el bacteriólogo Robert Koch (1843-1910) realizó un gran descubrimiento en su laboratorio: observó la existencia de microorganismos reconocidos como Mycobacterium tuberculosis y determinó que estos conformaban el bacilo responsable de la TB, el mismo que podía ser eliminado al no resistir altas temperaturas o ser sometido a ciertos desinfectantes. 7 La revelación fue crucial para entender que la tisis no era un atributo exclusivo de ciertos grupos pauperizados y racializados (suceso que ya tenía, para la fecha, comprobación práctica en la alta tasa de mortalidad tanto en ricos como pobres); además, se desató una especie de afición por el uso de desinfectantes, los cuales pasaron de ser simples aditivos para limpiar cadáveres, purificar habitaciones y demás enseres a jugar un rol determinante en la batalla contra aquellos corpúsculos considerados enemigos invisibles, silenciosos y amenazantes. En tal manera, los contactos con otros cuerpos humanos se calificaron de potencialmente dañinos y surgieron manuales, a nivel mundial, orientados a controlar y limitar actos calificados de perniciosos como el beso y el estrechamiento de las manos.2 En la política de prevención contra los cuerpos infectos, el tuberculoso adquirió un estatuto central al ser posicionado cual agente vivo y esparcidor del contagio. Al poder desplazarse a voluntad se le figuró germen materializado que ponía en peligro la anhelada nación vigorosa latinoamericana. En efecto, los tuberculosos emitían gotitas al toser que estaban cargadas de bacilos y, a pesar de que no todas alcanzaban los pulmones, algunas se posaban en el piso o los muebles; tales emisiones eran, mayormente, inocuas, pero podían “terminar siendo inhaladas por un individuo sano y penetrar e instalarse en su tejido pulmonar” (Armus 22). Cabe resaltar que dicha vía ya había sido refrendada con el advenimiento de la tisiología y la conciencia de que la transmisión no era solamente por contacto directo sino, también, de forma indirecta al reactivarse los bacilos posados en espacios públicos (desde los parques hasta el transporte). En consecuencia, pese a que en el siglo XX se seguía priorizando la necesidad de 2 Testimonio del afán que buscaba controlar, cuantificar y limitar los roces corporales es el famoso Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos (1853) del diplomático venezolano Manuel Carreño, cuya obra llegó hasta Europa y contribuyó a la modelización de ciudadanos ideales. Por tanto, en la cuarta sección “Del aseo para con los demás” del capítulo segundo, se prescribe “Jamas [sic] nos acerquemos tanto á la persona con quien hablamos, que llegue á percibir nuestro aliento” (50), debido a que las emanaciones conllevaban una carga infecciosa y sancionada a nivel higiénico y moral. 8 desinfectar y no cesó la proliferación de teorías para explicar el origen y tratamiento de la tisis, se redujo el control sobre los roces físicos para dar paso a la relevancia del enfoque sanitario, entendido este como una visión integral para prevenir el mal a través de la educación, la internalización de actitudes higiénicas, una alimentación balanceada, la devoción por el trabajo, el seguimiento de patrones morales y la construcción de viviendas apropiadas. Con ello, surgió una analogía entre el Estado y el padre de familia a manera de entes reguladores y garantes de la conducción higiénica, moral y laboral de la nación-casa. Dichas ideas configuraron, en la comprensión del historiador Diego Armus, en su libro La ciudad impura (2007), investigación abocada al estudio del impacto de la tisis en la sociedad bonaerense entre los años 1870 y 1959, una especie de subcultura materializada en “variadas asociaciones y metáforas” (16) volcadas en expresiones artísticas (verbigracia, el tango y la literatura), las relaciones entre la esfera pública y la privada (la intervención del Estado en la vida del ciudadano, por ejemplo), y la relevancia del sanatorio moderno. En el caso de las ficciones escritas, ya sea por medios impresos o transmisión oral, se humanizó la tisis y se le adjudicó un rostro femenino, lo cual se evidenció en las obras En la sangre (1871) de Eugenio Cambaceres (1843-1889) y “La gallina degollada” (1925) de Horacio Quiroga (1878-1937), puesto que, en estas narrativas, el cuerpo femenino era germen y habitáculo de la enfermedad; curiosamente, Armus detecta que tal asociación carecía de base estadística porque los tebecianos solían ser hombres (108). Entonces, las representaciones ficcionales argentinas priorizaron la imagen de enfermas pálidas y moribundas en detrimento de los tísicos; estas se clasificaron en tres tipos: las neurasténicas enfermas por un desborde de pasiones, las trabajadoras sometidas a horarios de trabajo extenuantes, y las que devienen prostitutas al cometer algún yerro 9 (las llamadas “costureritas”).3 La romantización de la TB era un tópico común en el arte; a decir de la historiadora Katherine Ott, en el último tercio del XIX europeo, se establecían diferencias entre la consunción y la tuberculosis. La primera se asoció al estado físico y visible del cuerpo plasmado a través de ojos lánguidos, piel pálida y debilidad de los movimientos porque se asumía que el enfermo se hallaba postrado por un exceso de pasiones que lo acercaba a un estadio superior al del común de los mortales: su contigüidad con la muerte revelaba su posicionamiento en el interregno de lo humano y lo divino, de allí que las heroínas románticas eran embellecidas con la mancha de sangre sobre sus labios. Asimismo, la palidez y delgadez sirvieron para trazar una diferencia entre los estándares de belleza propios de “white middle-class beauty” (13) y del vulgo robusto, lo cual se trasladó al arte prerrafaelita y al simbolista. También los hombres se subsumían bajo ese imaginario de la consunción asociado a lo artístico, de modo que se hizo énfasis en el patrón de creadores tocados por la genialidad: desde Niccolò Paganini (1782-1840) hasta Edgar Allan Poe (1809-1849) se insistía en este vínculo casi mágico entre la proximidad del deceso y el talento. En contraposición, la tuberculosis, a secas, se enlazaba con la capacidad de infección, la certeza de un mal alejado en los pulmones de una alta potencia contaminante y escenarios miserables relacionados con la clase trabajadora y migrante en plena Revolución Industrial.4 Respecto a los nexos entre el Estado y la ciudadanía, el énfasis se extendió al saneamiento y mejora de la composición urbana mediante la creación de una red de cloacas, la expansión del 3 En el segundo apartado de este capítulo, apreciaremos que la producción peruano se orientó predominantemente a la centralidad de la figura masculina macilenta. 4 Una de las posibles explicaciones de la idealización pudo haber sido su confusión con la neurastenia y la clorosis, “enfermedades relativamente nuevas, que irrumpieron con fuerza durante el último tercio del siglo XIX pero que durarían solo un par de décadas, en un ciclo relativamente corto en gran medida marcado por la profunda imprecisión con que se definieron sus sintomatologías. No fue raro que al momento de diagnosticarlas, muchos médicos terminaran confundiéndolas con otras enfermedades y muy en particular con la tisis, todavía en el siglo XIX, y con la tuberculosis hasta bien entrado el siglo XX” (Armus 114). De hecho, se imaginaba a las mujeres cual musas próximas a morir por detentar un frágil cuerpo incapaz de lidiar con el derroche de sus amores. 10 agua potable, la construcción de áreas verdes y la instalación de pequeños centros médicos, amén de que los mismos individuos incorporen a su vida diaria los modernos ideales de higiene.5 En la cruzada, el vital elemento líquido adquiere el rol de instrumento de limpieza que ratifica la aptitud del ciudadano para enmarcarse en los proyectos de modernización nacional, pues acusa vida, salud y limpieza. Tal reiteración sirve como “instrumento de cambio social” en el caso argentino (Armus 215), ya que se buscaba exorcizar la tríada de los males sociales compuesta por “la tuberculosis, la sífilis y el alcoholismo. En el entresiglos ya era parte y resultado de un esfuerzo empeñado en cruzar la medicina con las ciencias sociales y la política” (Armus 215) con miras a un doble objetivo: crear zonas salubres sin rastros de epidemia para las élites, y asegurar trabajadores sanos y fuertes. Por ende, la burguesía destinada a gobernar y los obreros debían ser conscientes de que sus pequeños actos ayudaban a forjar la nación, en tanto que actos como tomar mate o escupir eran objetos de atención para determinar si un sujeto era apto o no de la comunidad higiénica imaginada: En poco tiempo el código higiénico penetró infinidad de esferas de la vida social e individual. En el mundo del hospital, donde la higiene suponía asepsia; en el mundo hogareño, donde la higiene se asociaba a la limpieza y ventilación de la vivienda; en el mundo laboral, donde daba cuenta fundamentalmente del ambiente de la fábrica y el taller y en menor medida del sobretrabajo; en la calle, donde destacaba los riesgos del contacto de modo indiscriminado con otra gente o residuos. Y también en la esfera individual, donde no sólo los rituales del aseo sino los de las vacunaciones estaban destinados a aumentar los niveles de inmunidad. (Armus 216) 5 Armus recupera la utopía higienista finisecular Buenos Aires en el año 2080 (1879) de Aquiles Sioen (1834-1904), un inmigrante francés radicado en Argentina, quien imaginaba la capital del futuro como una concretización de lo propuesto por la teoría miasmática: grandes áreas verdes de esparcimiento, viviendas oreadas y limpias, y una red de agua que garantice la limpieza para todos. En tal sentido, podemos comprender la prédica higienista del XIX como la preocupación médica por las condiciones materiales, orgánicas y morales en que vivía la clases menos favorecida, debido a que se buscaba “mejorar el nivel de salud de la población … luchar contra los desórdenes sociales y las revueltas políticas” (Quintana 275). 11 Justamente, el ámbito privado convocaba la urgencia de eliminar aquellos pequeños actos/enemigos metamorfoseados en excrecencias como el esputo, peligro latente de peste blanca. Este detentaba una carga infectante que amenazaba a la población y, por tanto, era imperioso que el propio tebeciano evite acciones como escupir, toser y estornudar mediante la autoregulación (cubrirse la boca al carraspear, por ejemplo) al ser consciente de que podría atentar contra el prójimo. La sanción de tales actos se difundía en cartillas de sanidad y manuales de conducta, pero lo fundamental era que la propia persona concibiera sus excrecencias como un ente maligno revelador de suciedad, ignorancia, fealdad, “falta de respetos a las normas y una peligrosa independencia individual” (Armus 227). En aras de prevenir las expectoraciones, se recomendaba el uso de pañuelos, una escupidera de bolsillo y hasta abandonar el tradicional uso del mate (compartir la cañita o pajilla se consideraba doblemente peligroso). Es pertinente precisar que se realzó, en la distribución de responsabilidades, el papel de la mujer como guardiana del hogar, al ser quien debía prevenir la irrupción de otro enemigo contiguo al esputo: el polvo, el cual albergaba gérmenes y, al poder esparcirse fácilmente por el aire, debía ser continuamente limpiado. Atendamos que, tras la teoría miasmática propugnadora de la necesidad de iluminar y desodorizar emanaciones pútridas, surgió la visión bacteriológica preconizadora “de que al igual que el cuerpo una casa estaba limpia cuando carecía de ostensibles signos de suciedad y también cuando no cobijaba a peligrosos microorganismos para la salud” (Armus 231). Equívocamente se asumía que el bacilo descansaba en las acumulaciones de polvo y podía ingresar a los pulmones: todo mueble debía de ser limpiado, las camas de los enfermos se mantendrían distantes y los tísicos tendrían que reprimir su tos para evitar infectar a su familia. La asimilación de las regulaciones también se acercaba al ámbito sexual, en tanto que se presumía la existencia de vínculos entre la TB y el onanismo, pues se asumía que los tuberculosos 12 sufrían de un presunto furor sexual por un exceso de toxinas, una urgencia –si eran jóvenes- de agotar los impulsos insatisfechos, o la consecuencia de una vida lujuriosa y cercana a la sífilis (en la mescolanza de ambas pestes se castigaba moralmente a quienes saciaban sus deseos fueran del matrimonio). En todo caso, los médicos y educadores estaban llamados a impedir cualquier indicio de deseo temprano en los púberes o arrebatos sexuales de los tísicos porque la prédica higienista sostenía que el coqueteo, la masturbación y el sexo comportaban un componente mortal negativo. En la intromisión de lo público dentro de lo privado surgieron puntos ciegos que requerían de un mayor campo de acción y control por parte de la continuidad Estado-padre-médico. El más importante de aquellos espacios de fuga era el que atañía a cómo evitar la propagación del bacilo de Koch en el hogar, en la medida que un ataque de tos, los sudores mal desinfectados o el cuerpo mismo eran agentes contaminantes. Por tanto, fue primordial construir sanatorios con “un ambiente puro, excepto de miasmas y dotado de condiciones climáticas óptimas” (Bustíos 20) distantes de la capital y ubicados en espacios elevados y naturales. Tal noción provenía de los postulados médicos franceses que identificaban las montañas alejadas de la ciudad como centro de reunión, y aislamiento, de tísicos, dado que era una forma de salvaguardar a los sanos. En la experiencia de Buenos Aires, Armus comenta que, en 1904, se habilitó el Hospital Dr. Enrique Tornú, “primero en su tipo en América Latina, debía servir a algo menos de un centenar de tuberculosos hombres con casos iniciales o moderados” (332) y que acabó alojando a más de mil pacientes en los cincuenta. Partiendo de la conciencia de que la tuberculosis representó uno de los grandes males para el ser humano, de que se carecían de certezas definidas para su detección y tratamiento, del continuo despliegue de actividades y prácticas higienistas para conjurar su presencia, y del papel que adquirió el Estado en su erradicación, es importante acercarnos brevemente a las condiciones 13 en Perú. De ese modo, nos enfocaremos en las teorías predominantes sobre la TB, la disquisición respecto a edificar un sanatorio en Jauja aunado a las asociaciones con el clima, y a la existencia de ficciones que testimonian y recrean la experimentación de la peste blanca en el ámbito nacional e internacional. 1.1: La tuberculosis en el discurso médico peruano durante fines del XIX y a principios del XX La manifestación de la tisis es de larga data en el Perú y se puede rastrear desde la época prehispánica en la “voz sucyay uncooy, enfermedad que consume y trae tos y a veces hemoptisis o sangre que ‘sale de la vena rota del pecho’” (Neyra Apuntes para la Historia 19). Basándose en el cronista jesuita Bernabé Cobo (1582-1657), el médico José Neyra (1920-2012) resaltó los llamados “dolores del costado” que derivaban en sangrados desde el pecho y parecían aludir a la TB en su fase avanzada; además, Neyra recogió una serie de imágenes de huesos lesionados y cerámicas que muestran cifosis dorsal (huacos de la cultura Mochica fechados entre los siglos II y VII después de Cristo) como prueba de la existencia de la patología desde antes del incanato. En el contexto de fines del siglo XIX, la lucha contra la tisis aprehendió una serie de técnicas y estrategias. Entre estas, destacaba el método quirúrgico con el uso del neumotórax 6; la creación de dispensarios que servían como pequeños centros donde el enfermo acudía a recibir tratamientos, evaluar su estado para decidir su internamiento, capacitarse sobre métodos profilácticos, recibir alimentación y procurar apoyo para su núcleo familiar; el acondicionamiento de pabellones exclusivos en hospitales para enfermos incurables, con el fin de evitar que contagien 6 Acorde a Bustíos, el neumotórax se popularizó a fines del siglo diecinueve tras su invención por el médico Carlo Forlanini (1847-1918), quien “publicó los primeros resultados del tratamiendo de la TB pulmonar cavitaria con su técnica del neumotórax artificial, informando que se conseguía la curación de las lesiones con la ‘inmovilización’ o colapso prolongado del pulmón afectado. Luego, se aplicaron otras técnicas: neumólisis o plombaje (1891), la toracoplastia (1907), la frenicectomía (1911), y el neumoperitoneo” (35-36). 14 a otros internos y personal médico; y la propagación de sanatorios que conjugaban el aislamiento, una buena dieta,7 la respiración de aires presuntamente curativos, el disfrute en el espacio natural, la prescripción del descanso y la reglamentación de los tiempos. A puertas del siglo XX y en el marco de la República Aristocrática (1895-1919), se generaron una serie de medidas para formalizar la participación del estado peruano en la salud, tales como la Dirección de Salubridad Pública, el fortalecimiento de cátedras médicas en la Facultad de Medicina de San Fernando, el combate contra las epidemias (principalmente, la fiebre amarilla y la peste bubónica) y la inclusión del higienista en la determinación de los ámbitos privados. En este último punto, el estudioso Bustíos refiere que los especialistas del siglo XX contemplaban las condiciones precarias de grupos humanos empobrecidos y racializados ––los indígenas y asiáticos, para el caso–– como atributos constitutivos de su supuesta inferioridad y suciedad con respecto a la élite blanca.8 Asimismo, hacemos hincapié en el estudio Estado de la Lucha Antituberculosa en el Perú (1930) de Carlos Enrique Paz Soldán, profesor de la cátedra de Higiene en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, quien criticaba la falta de una entidad gubernamental en la lucha contra la tuberculosis.9 Inclusive, los esfuerzos para paliar el mal se hallaban desperdigados en instituciones fundadas en la caridad cristiana y la preconización de la solidaridad: la Liga Antituberculosa de 7 Se administraba, por ejemplo, aceite de hígado de bacalao por su valor nutritivo y “para distraer la voracidad del oxijeno [sic] suministrándole elementos de combustion [sic] como el hidrogeno [sic] y el carbono para que forme agua y ácido carbónico” (Zapater 42), de modo que el aire no se acumule en la sangre. 8 Tal concepción no era ajena a las dinámicas latinoamericanas; así, en la construcción de la nueva nación argentina, incluso en 1949,se pensaba el sujeto modelo a partir de una mezcla racial eminentemente europea de raíces latinas que omitiese el aporte de indígenas, negros y asiáticos, ya que estos representaban un escollo para el progreso del país (Armus). 9 Javier M. Escudero y Antonio Ayllon Pastor, participantes de la Cátedra de Higiene dirigida por Carlos Enrique Paz Soldán, refirieron que los esfuerzos estatales contra la tuberculosis carecían de una dirección técnica adecuada a puertas de 1939, pese a que en la época colonial se podían mapar esfuerzos emprendidos por los virreyes. Así, Ambrosio Bernardo O’Higgins (1720-1801) decidió “que los hécticos fueran excluídos de la comunidad y sus útiles incinerados después de la muerte” (255) mediante una ordenanza general, lo cual lo anteponía a los presidentes republicanos carentes de un plan definido de acción. 15 Damas, creada desde 1922, reunía a las señoras de la élite limeña que colectaban recursos a través de donaciones y eventos para apoyar a infantes tísicos; las Beneficencias de Lima y Callao buscaban asistir a los tebecianos pobres de Lima y eran lideradas por ciudadanos carentes de conocimiento médico; y la Dirección de Salubridad indistintamente se abocaba a la creación de dispensarios para enfermedades venéreas, tuberculosis y hasta accidentes, ello sin reparar en las condiciones particulares que demandaba un sanatorio.10 En torno a la participación del Estado, se sojuzgaba que este trasladara la responsabilidad de combatir la tuberculosis a ricos filántropos, quienes carecían de conocimiento técnico. Suceso que se evidenciaba, sobre todo, en la conformación de la Liga Antituberculosa de Damas, pues estas, según Paz Soldán, “sin comprender el sentido moderno de la campaña, han despilfarrado crecidas sumas de dinero sin utilidad manifiesta para la colectividad” (250). Por ejemplo, las féminas de clase alta mantenían sus actividades gracias a una porción de lo recaudado por las multas de la ley antialcohólica y de una celebración anual llamada La Flor; también, recibían una subvención iniciada en 1925 con la dotación de cincuenta libras peruanas que, un año después, serían trescientas. Las dos beneficencias señaladas blandieron, en 1902, el imperativo de reducir la cantidad de enfermos, por lo que se creó una comisión integrada por galenos sanmarquinos que propusieron edificar un hospital para sujetos incurables o un pabellón exclusivo, acondicionar un dispensario que conecte profilaxis y educación, y construir un sanatorio. Precisamente, El historiador Julio Núñez alude a que en el gobierno de Manuel Candamo se determinó la necesidad de un sanatorio 10 La apelación a los principios religiosos de caridad cristiana fundados en el amor por el prójimo se trasladaría, hasta mucho después de los cincuenta, al discurso de la solidaridad de los buenos ciudadanos animados en “ayudar a la lucha contra la tuberculosis” (Castillo Ráez y Castillo Cornejo) a través de la adquisición de timbres voluntarios antituberculosos en la oficina de Correos en el mes de diciembre. La colección de las estampillas visibilizaba motivos de niños, enfermeras e imágenes del país en aras de obtener recursos monetarios. 16 fuera de Lima que sirviese para tratar y aislar a los enfermos. El encargado de la comisión, que debía encontrar un lugar idóneo, fue el médico Francisco Almenara Butler, formado en la escuela francesa de raigambre neohipocrática. Esta vertiente consideraba que la tuberculosis se producía por un desequilibrio humoral de la sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla, ello provocaba una phtísis (término griego que significaba extinción o decadencia). En tal forma, Almenara defendía la teoría miasmática donde las aguas estancadas y los elementos pútridos emanaban pestilencias que incrementaban la proliferación de bacilos, aquellos que ya cada cuerpo y locación contenían de forma natural.11 En contraste, el galeno Ignacio la Puente Requena, quien radicó en Alemania, recusaba erigir un sanatorio cercano a la urbe, puesto que sería un foco infeccioso. Su mirada correspondía a la teoría del contagio, menos popular en el ámbito latinoamericano, reforzada por los experimentos de Louis Pasteur al demostrar la relevancia de la microbiología y, luego, la permanencia del bacilo en la saliva y las sudoraciones de los tuberculosos. Siguiendo al fisiólogo George Cornet, se aludía a un contagio en seco donde los bacilos, ubicados en esputos, eran esparcidos al aire al ser barridos, de allí que fuese imperativo desinfectar, orear y limpiar. Asimismo, otro tipo de contagio era el denominado húmedo, el cual se producía cuando el paciente tosía o vociferaba emitiendo pequeñas gotitas de saliva en el aire que se convertían en posible infección para otros cuerpos. En tal contraposición, predominaba la tesis de Almenara vinculada a los primeros proyectos para combatir la tisis a través de “trasladar al tuberculoso a un ambiente puro, exento de miasmas y con condiciones climáticas ideales” (Núñez 55), de allí que el consenso general 11 Esta teoría se alimentaba de la denominada dieta respiratoria del fisiológo francés Dennis Jourdanet (1815-1892), quien postulaba que las zonas más altas carecían de oxígeno y, por ende, los pacientes sólo consumían lo estrictamente necesario al respirar y no alojaban excedentes que podrían, después, resultar nocivos para su organismo. En el Perú, su introducción se debió al tisiólogo Aníbal Corvetto (1876-1935), quien propugnó la utilización del neumotórax. 17 postulaba a Jauja como lugar idóneo. Mas el difícil acceso desde la ciudad hacia la sierra central y lo costoso del viaje orillaban a varios a alojarse en zonas intermedias como Chosica y Matucana. Entonces, al crearse la comisión el cinco de mayo de 1895, se configuró el sanatorio modelo para tratar, sobre todo, a los limeños: se ubicaba en una zona de moderada altitud, había una fuente natural de agua (el río Rímac), el aire estaba exento de contaminación, etc. Asimismo, ofrecía amplias áreas verdes que podían ser destinadas al cultivo de algunos productos y a la crianza de ganado vacuno, todos útiles para llevar a cabo la sobrealimentación de la tuberculosos. (Núñez 58) Igualmente, tras la refutación de la teoría de la generación espontánea, la microbiología explicó la transmisión de las enfermedades. Luego, tras la gran cantidad de antiguos combatientes tísicos de la Gran Guerra pululando entre Francia y Alemania, se contradijo la concepción de la tuberculosis como problemática procedente del individuo. En otras palabras, se requerían pensar planes institucionales desde el Estado y el colaboracionismo con otras naciones que, a la postre, resultó en la conformación de sanatorios desperdigados por toda Europa.12 Es preciso destacar que la conciencia de microorganismos invisibles al ojo humano desencadenó una pulsión por la limpieza para evitar la existencia de antros infectos, hacinados y malolientes. Atendamos la publicidad “The Egyptian Chemical Co.” aparecida en el semanario familiar El Perú Ilustrado el año 1889: Figura 1. “The Egyptian Chemical Co.”, no. 105. 12 Evidencia de ello es la fundación de The International Union Against Tuberculosis (IUAT) llevada a cabo en 1920. 18 Para empezar, la asociación que valida los tres productos desinfectantes es su condición extranjera según los autonombrados “fabricantes de medicinas de patente” (25) provenientes de Estados Unidos. Igualmente, se evidencia el afán de purificar y limpiar porque la primera recomendación llamada Burity es capaz de eliminar rastros de cualquier contagio o patología; acerca de los “polvos egipcios” (25), se mapea un recorrido que abarca desde lo público a lo privado en su utilidad indistinta para piezas y mataderos. Dicha potencia nos permite deducir que era vital, para los hogares peruanos, la desinfección absoluta de cualquier prenda o lugar en contacto con su corporeidad. Inclusive, se dota al limpiador Electrine de un carácter sobrenatural al llamarlo “limpiador más eficaz mágico” (25), con lo que se construye un campo que asocia lo extranjero con lo valederamente potente y científico a modo de garantes de la salud y desinfección. En la construcción de un método que integre la teoría de la pureza del aire, la urgencia de sanatorios y el papel del Estado como “gran médico de la nación”, se integró una mirada positivista que ubicó la raza como un factor determinante para la adquisición de la enfermedad. Vale rememorar estudios como los de los médicos Abel Sabino Olaechea y Francisco Almenara Butler, en los cuales se establecieron estadísticas respecto a la mortalidad de la tuberculosis entre la población urbana, con el fin de llamar la atención del Estado para aplicar políticas públicas en su tratamiento.13 Curiosamente, en estos trabajos también se recaló, partiendo de la mirada eugenésica de la época, en el nexo entre enfermedad y raza “como una manifestación de la debilidad constitucional o biológica de la población serrana (de raza indígena o ‘casi indígena’)” (Bustíos 20). Por ende, se dio una suerte de mescolanza entre el influjo negativo de las miasmas contenidas en el espacio urbano y la suciedad naturalizada de una población mayoritariamente pobre que, a la 13 Este concepto inauguraba el discurso moderno sobre la peste blanca, pues entrelazaba “una medicina de las cosas urbanas modernas y una empresa político-médica donde el Estado debía ser el principal gestor de una densa red de medicalización apoyada en obras de infraestructura sanitaria, instituciones de atención y asistencia, campañas específicas y creciente presencia e intervención del médico y de la medicina moderna” (Armus 275). 19 sazón, no era blanca: Afirmaban que las “razas” inferiores y degeneradas tenían una debilidad intrínseca que las hacían más susceptibles de contraer enfermedades, y los predisponía a vivir en viviendas tugurizadas e insalubres. Los higienistas enfatizaban que la moral relajada de los miembros de estas razas –alcohólicos, promiscuos, miserables- impedía que éstos [sic] conocieran o comprendieran la importancia de la higiene de la vivienda para la conservación de su salud. (Bustíos 33) Las lides entre la comisión Almenara y el doctor De la Puente derivaron, finalmente, en la selección de Tamboraque por sus cualidades de aire enlazadas a la teoría de la excitación vital del francés Dennis Jourdanet, quien proponía que la acumulación de oxígeno en zonas bajas era contraproducente. Esta visión fue compartida por “médicos como Melchor Chávez Villarreal, Evaristo D’ Ornellas, Carlos Meyer, José María Zapater” (Núñez 60). Asimismo, Almenara esgrimía que no sólo era el clima sino una combinación de factores como la calidad de la alimentación y el reposo, pero De la Puente argüía que este sistema obviaba que existían zonas altas con elevado índice de tisis (México y Bogotá, por ejemplo) y que, más bien, arrojar desechos de los enfermos al río sería una fuente de contagio porque el bacilo era altamente resistente. Cabe resaltar que este sanatorio no se construyó y Tamboraque, en la primera década del XX, acabó siendo una casa de esparcimiento y, posteriormente, un puesto de salud para trabajadores mineros. En sintonía con esta discusión y en los albores del XX, el médico y escritor Roberto Badhan afirmaba que la capital limense era “la ciudad más tuberculosa del orbe, y nada hay, entre las condiciones vitales de la población que justifique este terrorífico aserto” (813), en tanto que la pobreza, la escasez de alimentos y el clima excesivamente frío conformaban un problema mayor. De hecho, los números alarmantes de mortandad a inicios de siglo surgían, principalmente, por la 20 ausencia de una lógica previsora que evadiese el ataque de los “Proteos patológicos” (813) y regulase, en su percepción, la irrupción de una herencia degenerada portadora de la peste blanca.14 No deja de llamar la atención que, en el contexto del primer centenario de la independencia (1921) y la promoción del proyecto “Patria Nueva” del presidente Augusto B. Leguía, la gran preocupación se gestase alrededor de una ciudadanía del futuro enferma y carente de aptitud para enfrentar los discursos de progreso enarbolados por la persecución de la modernidad: El 40 por ciento de los niños enfermos en Lima, [sic.] deben sus afecciones á lesiones tuberculosas, heredadas generalmente … Librar á [sic.] los niños de un oscurísimo destino; consolar á [sic.] los tuberculosos adultos y volverlos inofensivos para las personas que los rodean y curar de un modo definitivo á [sic.] los pretuberculosos. (814) Así, el articulista Badhan celebraba el primer dispensario moderno erigido por la Unión Fernandina, sociedad que congregaba especialistas en el campo médico peruano. Tal centro estaba destinado a establecer un contacto personal con el enfermo para que este supiese cómo interactuar con su entorno (las medidas de limpieza en el tratamiento de sus enseres, por ejemplo), qué dieta seguir y qué implementos eran necesarios para su sostenimiento. No obstante, el mayor anhelo del galeno era la edificación de un sanatorio para niños a la usanza de los hospitales marítimos ingleses y franceses porque se podría controlar, así, el esparcimiento de la escrófula en los cuerpos infantiles, alejarlos de influencias negativas (la familia vista como foco infeccioso) y garantizar un mañana provechoso para la nación.15 14 Estas cantidades no era determinantes porque no se realizaron conteos a conciencia sobre la cantidad de enfermos y número de fallecidos por la tesis; Bustíos, siguiendo a Paz Soldán, revela que “en el año 1925 en la exposición de motivos de un Proyecto de Ley de Salubridad Pública presentado por la Comisión de Higiene de la Cámara de Diputados se afirma ‘que el más grande obstáculo que ha tropezado la Comisión para realizar el estudio de la situación de salud’ es la ausencia de datos estadísticos” (43), de allí que los médicos no podían planear acciones específicas basadas en la cantidad de enfermos y el grado de morbilidad de estos. 15 La preocupación por las infancias desprotegidas sería un tema recurrente tanto para los doctores como para la comunidad, tal como apreciamos en la campaña realizada por la revista Hogar (1920-1921), publicación dirigida por Ezequiel Balarezo Pinillos, inspirada por las alarmantes cifras que había denunciado el periódico La Prensa (350 mil 21 Las preocupaciones de Badhan persisten en el campo médico casi veinte años después en el trabajo del microbiólogo Alberto Barton (1870-1950), quien se concentró en la imagen del médico en la lid contra la tuberculosis, la misma que, en sus palabras, había provocado la mortalidad anual en Lima y Callao de “quinientos diecisiete y seiscientos cincuenta y cuatro, respectivamente, en el último quinquenio” (4), en contraposición a naciones europeas y norteamericanas que oscilaban entre cincuenta y cien decesos anuales. A pesar de que este no se inclinaba por las teorías que referían la transmisión de la tisis por causas ambientales o contagio aéreo, sí recalaba en la necesidad de garantizar una casa iluminada y amplia, buena alimentación y un jornal justo. Lo último era capital porque implicaba el abandono de las teorías raciales del XIX donde la TB surgía por la constitución misma de los sujetos y, de ese modo, hacer a los individuos responsables de su malestar; en cambio, era consciente de la existencia de una falla en el aparato gubernamental: La abundancia de polvo, la falta de cuidados sanitarios en la ciudad, cuyas antiguas calzadas se barren en seco, en tanto que las asfaltadas no se lavan jamás, la escaséz [sic] de lluvias y el clima templado, constituyen un conjunto de condiciones altamente favorables a la persistencia y difusión de los bacilos de Koch, que cada enfermo arroja por millones diariamente. (6) La consecuencia de esta estructura estatal fallida en la eliminación de gérmenes se plasmaba en la esfera privada representada en el hogar del enfermo donde sólo se adquirían los hábitos preventivos cuando ya el mal se hallaba en fase avanzada. Asimismo, se manejaban una serie de eufemismos niños muertos ilegítimos o “hijos naturales” en Lima antes de acabar el año). La campaña incidía en una responsabilidad compartida entre el Estado y la población, principalmente la élite, quienes debían emprender obras conjuntas con miras a apoyar la labor del médico y asegurar el porvenir. Esta conciencia de responsabilidad conjunta se ancla en que “la miseria individual es producto y consecuencia de una miseria social” (1920), de allí que era idóneo que, por ejemplo, las damas caritativas trasciendan las prácticas de donación y acudan ellas mismas a aliviar los sufrimientos de las criaturas que lidiaban en ámbitos infectos o eran huérfanas. 22 que no nombraban directamente la peste: desde los mentados “dolores en el pecho” hasta la sangre proveniente de “un corazón afligido”. También, se combatía la vivienda herméticamente cerrada que devenía “atmósfera viciada e infecta” (8) donde los elementos nocivos circulaban sin cesar. Es más, si se comparaba la situación de un obrero europeo con un trabajador limeño se repararía que, en ocasiones, los capitalinos percibían un sueldo mayor, tenían a su disposición variedad de alimentos y no estaban expuestos a intensos fríos, pero, hasta así, la mortandad por TB era mucho más alta en el Perú. La explicación a tales índices era ilustrada con el caso de una paciente de sesenta años que experimentaba un continuo catarro y convivía con su familia: atribuye su mal al aire y vive herméticamente encerrada. El primer día que la visité, su dormitorio se alumbraba con luz eléctrica, mientras brillaba al exterior un sol primaveral. Dos de sus hijos duermen en el mismo cuarto que ella, acaricia a sus nietos y la familia, que es numerosa, no toma ninguna precaución higiénica porque ignoran que la enferma es peligrosa. (11) Las condiciones expuestas modulaban la necesidad de adoptar medidas para evitar el empeoramiento del enfermo y el contagio a sus familiares. El descubridor de la Bartonella bacilliformis cuestionaba el consumo de una serie de tónicos, jarabes y demás mejunjes milagrosos por parte de los postrados, quienes buscaban aliviar el cuerpo sin atender a las condiciones materiales. El recurrir a fórmulas revitalizadoras no era un atributo ocasional ni constitutivo de ciertos sectores sociales; al contrario, la prensa sostenía y difundía todo un aparato publicitario donde presuntos medicamentos se erigían como panaceas universales capaces de aliviar dolencias disímiles en cualquier grupo etario. Observemos el recorte propagandístico sobre vino de bacalao en el diario El Comercio, una de las publicaciones peruanas con mayor impacto y antigüedad, en junio de 1930: 23 Figura 2. “Vino de Bacalao.” El despliegue del anuncio previo materializa una serie de expectativas y prejuicios latentes desde el siglo XIX en el país, en la medida en que se repiten los tópicos de lo extranjero, parisino específicamente, como valedero para garantizar la calidad del producto. Luego, se alude a la debilidad como motivo medular de cualquier tipo de malestar (anemias y tumores) que se entronca con un discurso en torno al desbalance de humores o alteración interna, puesto que el cuerpo exterioriza el desequilibrio sufrido mediante una heterogeneidad ilimitada de afecciones. Empero, no dejamos de anotar que el médico ahora sea el principal mediador entre el remedio y el público, ya que es este quien, al menos en el discurso de venta, autoriza su consumo con miras a recobrar el bien perdido: la salud. De la totalidad de seis casos que colectó Barton en su trabajo, se desprenden denominadores comunes: la carencia de información sobre los síntomas de la tuberculosis evidentes en falta de aire o crisis de tos; la convivencia estrecha de familias compuestas generalmente por más de cuatro integrantes, quienes acababan contagiándose entre sí; el recurrir a panaceas milagrosas sin consultar a un especialista, con lo que se obtenían alivios momentáneos 24 que ocultaban el progreso del bacilo; el normal discurrir del enfermo cual “foco activo de infección, cuyos bacilos virulentos, esparcidos en sus esputos, infectan y matan con la más grande impunidad” (13); y la consecuente muerte de casi todos los dolientes. El listado de las conductas referidas eran útiles para que el microbiólogo pudiese ubicar el desarrollo del médico en el aparato nacional al ser quien administraba la profilaxis tanto en lo público como en lo privado. En lo público, este era el encargado de concientizar a la población de que padecer TB no era una sentencia de muerte ni la conversión del convaleciente en bacilo andante, pues la capacidad infecciosa dependía del grado de desarrollo y acatamiento de preceptos higienistas. En lo privado, el galeno intervenía para modificar las usanzas y viviendas de sus pacientes mediante recomendaciones y visitas. La puesta en práctica de lo ordenado por el doctor era crucial porque, en tales años, todavía no existía un tratamiento específico para remediar la tisis, y la única medicación estrictamente científica estaba compuesta por la tuberculina, pero esta era limitada y los resultados todavía no eran concluyentes. Tal situación cambiaría radicalmente cuando, en 1943, “S. Wasksmann obtiene de una cepa del Streptomyces griseus un nuevo antibiótico: la estreptomicina” (Bustíos 62). La masificación del antibiótico se dio desde 1946, aunque su implementación generó efectos negativos tras su administración y, recién tres años después, se lograrían efectos certeros al mezclarse con el ácido paramino-sacílico (PAS), lo cual acabaría anteponiendo el tratamiento farmacológico al de la climatoterapia del sanatorio. Antes que esto pasase, la población peruana se automedicaba con “los sueros, vacunas y todas las drogas [que] carecen de valor. Muchos de ellos son, aún, nocivos, determinando trastornos dispépticos y otras molestias” (Barton 17). Ello se ejemplifica en una promoción sobre la “Solución Pastauberge” aparecida en el diario El Comercio el 20 de junio de 1930: 25 Figura 3. “Solución Pastauberge.” A nivel gráfico, descuella la visualidad de los pulmones sostenidos en la suspensión oral compuesta por una mescolanza de creosota, antiséptico y fosfato de cal, es decir, la salud de tales órganos dependía de la dosificación de la medicina; del mismo modo, era fácil advertir, para el potencial comprador, la imagen que, de seguro, representaba parte de sus preocupaciones. A la sazón, resulta interesante detenernos en el jarabe parisino porque el uso de la creosota, líquido aceitoso de color amarillento y negruzco, no detentaba una eficacia probada al ingerirse; todo lo contrario, motivaba “perturbaciones digestivas que se deben evitar á toda costa” (Bravo 15) y, aunque ciertas mejoras fueron observadas en algunos pacientes, su dosificación sostenida en grandes cantidades ocasionaba diarreas y vómitos continuos. En tal sentido, las esperanzas de cierto sector médico y civil se volvían a fundar en los sanatorios u hospitales focalizados, mas ya no existía el mismo consenso mayoritario porque la restricción de la libertad era apreciada como el último recurso al que se apelaba para garantizar la sanación. Según Barton, el aislamiento solo debía darse cuando haya núcleos familiares menesterosos, esputos virulentos y una larga convalecencia que demandasen una serie de cuidados provenientes de personal especializado, el cual estuviese encargado de dotar de comfort, alimentos 26 nutritivos, asistencia y condiciones ambientales ideales. Justamente, los sanatorios eran concebidos como zonas de paso donde la máxima no era aislar sino sanar y educar en una rutina higiénica: “cómo debe toser y espectorar [sic.], la alimentación que conviene a su estado, el abrigo que ha de usar, duerme con las ventanas abiertas, huye del polvo” (25), por lo que se recomendaba edificar varios sanatorios con la higiene como emblema. Cabe resaltar que el doctor Barton preservaba la importancia del higienismo, pero desdeñaba la tesis climática amparada en la calidad particular del aire de las zonas montañosas porque, en su opinión, la tisis podía aliviarse en cualquier espacio con “aire purísimo, buenos alimentos y descanso prolongado” (26). Inclusive, condenaba la perjudicial práctica de someter a los enfermos, en diferentes estadios de TB, a viajes prolongados por la sierra, provincias carentes de “recursos y comodidades indispensables de la vida” (27), y la distancia obligada de sus seres queridos porque la suma de estos factores mermaría su salud emocional y física. Cabría indagar, en tal forma, por las condiciones particulares que requería un sanatorio, los factores climatológicos y el tipo de terapia llevado a cabo en el Domingo Olavegoya, el cual no solo significó la condensación palpable de las disquisiciones higienistas de fines de siglo sino, también, la determinación del destino de Jauja en el tramado de la nación peruana. 1.2: La ciudad sanatorio: Jauja y el Domingo Olavegoya Jauja se constituyó históricamente como la primera capital del Perú, dado que su fundación se dio el 25 de abril de 1534 hasta su posterior desplazamiento, en el tramado colonial, por la Ciudad de los Reyes (Lima) el 18 de enero de 153. De hecho, en palabras del historiador Hurtado Ames, el antiguo corregimiento de Jauja abarcaba, prácticamente, todo el valle del Mantaro, actualmente conformado por Jauja, Concepción, Huancayo y Chupaca. Sin embargo, en el siglo XIX, se inició un proceso paulatino de reducción geográfica de la otrora primera capital anclado 27 en la conversión de sus distritos en provincias: Huancayo en 1864 por las gestiones del senador don José Jacinto Ibarra, y Concepción en 1951 por la intervención del diputado Juan de Dios Salazar Oyarzabal. También, “no se establecieron haciendas, o si las hubo, el sistema de gran propiedad territorial fue débil, por lo que en la región no se dio esa dicotomía del señor todopoderoso y el indio desposeído” (Curacas, industria y revuelta 24), de modo que ostentó condiciones particulares donde las relaciones entre terratenientes e indígenas no se revistieron de violencia parangonable a la del sur andino.16 En el contexto de los procesos de modernización se “registran tres hechos importantes: la formación de la Cerro de Pasco Cooper Corporación en 1902, la aparición de grandes sociedades ganaderas entre 1905 y 1910 [,] y el arribo del ferrocarril central de Jauja a Huancayo en 1908” (Mucha 36-37). Este último suceso era primordial porque facilitaría el acceso a la tierra que ejemplificaba el binomio salud-ciudad presente en crónicas como Historia del Nuevo Mundo (1653) del jesuita Bernabé Cobo y Peralta. Inclusive, el renombre y fama de la provincia trascendía los linderos nacionales; basta rememorar el artículo “Climate as a Therapeutic Agent in Phthisis; with an Account of the Chief Sanatoria for Phthisis at Home and Abroad” (1888) del profesor británico James Alexander Lindsay (1856-1931), quien clasificó los sanatorios en tres grupos reconocidos como “The marine resorts … The dry inland resorts … The mountain resorts” (28). En su explicación, precisó la popularidad adquirida por el tercer grupo debido a la presunta inmunidad adquirida por los pacientes, la rarificación de oxígeno en el aire, la sequedad y la 16 Abelardo Solís (1898-1938), egregio escritor y político jaujino, publicó un libro histórico que recogía su monografía Figuración de Jauja en la historia nacional (1915) donde destacó la relevancia histórica de Jauja en la conformación colonial como primera capital y el rol de resistencia de los lugareños en la Campaña de la Breña durante la Guerra del Pacífico (1879-1883). Posteriormente,tras la fundación del Convento de Ocopa (1725), a manos del fray Francisco de San José, arribaban diversos hombres de fe para, sobre todo, evangelizar o bautizar a los pobladores de la zona montañosa (los denominados campas, en palabras de Solís, que vivían en pequeñas poblaciones desperdigadas), y someterse a una curación climática. Tal fue el caso del monseñor Diego del Corro, obispo de Popayán, quien impartió misa y marchaba deseoso de recuperarse gracias a “los beneficios y excelencias de éste clima” (70), aunque falleció pronto por encontrarse avanzado su mal. 28 limpieza: “The chief are Davos, Wiesen, St. Moritz, and the Maloja in the Alps; Colorado Springs and Manitou in the Rocky Mountains; Bogota, Jauja, and Huancayo in the Andes” (32). La mención a Jauja blandida por Lindsay no es ajena a la escena finisecular peruana, puesto que ya existían trabajos señeros como el del cirujano huancavelicano José María Zapater (1867-1892).17 El médico mencionado compuso la tesis Opúsculo sobre la influencia del clima del valle de Jauja en la enfermedad de la tisis pulmonar tuberculosa en 1871, con miras a persuadir a la academia de ciencias y a las autoridades respecto a las propiedades incomparables del clima jaujino para la lucha contra la tisis. En su disertación, valoró a Manuel Pardo y Lavalle (1834-1878) como uno de los pocos gobernantes que galardonó las investigaciones científicas y resaltó, ya fuese por su experiencia de tuberculoso, las bondades regenerativas del balneario del Mantaro. En sintonía con la experiencia vital y quehacer in situ, Zapater afirmaba que la temperatura era relativamente estable (la variación es de ocho grados) y seca por ser casi “privado de vapor acuoso, no solo por falta de fuentes de evaporación sino también por la naturaleza calcárea de sus terrenos” (10). Tal sequedad se comprobaba en la rápida evaporación de las acumulaciones de agua tras las lluvias, el lento deterioro de los metales que modulaban una “atmósfera pura y limpia en invierno, nebulosa y plagada de tempestades en verano” (11-12), y un clima relativamente estable. Adicionalmente, el galeno huancavelicano resaltaba la pureza del aire tras seguir la experimentación con solutos hecha por el científico Mr. Smith en Manchester; igualmente, sindicó la escasa vegetación, la distancia del río Mantaro ubicado aproximadamente a una legua de Jauja y la poca presencia de fuentes plenamente potables: el manantial Samaritana y la laguna de Paca eran los únicos. Cabe resaltar que la magra vegetación y los recursos hídricos limitados eran, en su concepción, causa de la atmósfera seca y poco cambiable, lo cual resultaba beneficioso para los 17 Acorde al jaujino Abelardo Solís, el médico Zapater fue “el primero que realizó estudios científicos sobre el clima de Jauja y dirigió la Sociedad de Beneficencia de éste lugar, fundando el Hospital de Caridad” (11-12). 29 tuberculosos, quienes no acumularían partículas excedentes de oxígeno ni se verían sometidos a abruptos cambios de temperatura. En busca de comprobar experimentalmente la escasa humedad de la atmósfera jaujina y sus consecuentes beneficios en los pulmones de los pacientes, realizó su propio ozonómetro introduciendo oxígeno puro en un frasco de un litro, tiras de papel Joseph, una lámpara y una bombilla para medir las variaciones de tinturado en los papeles y comparar las diferencias atmosféricas entre Lima, Tarma, Huancayo, Jauja y Pancan.18 Inclusive, manifestaba conocer, de primera mano, pares profesionales que vivían en los Andes centrales para recuperarse del mal o paliar los accesos incontrolables de tos: su compañero el doctor Aspauso le ayudó a validar el uso del ozonómetro y el doctor Carvajal contribuyó a reforzar su teoría en torno a las consecuencias positivas de vivir en Jauja. Los efectos se evidencian en lo siguiente: fíjese uno en un tísico y observará que á [sic.] mayor cantidad de ozono en la atmósfera corresponde una ligera exitacion [sic.] en él; aumento del número de pulsaciones y del de respiraciones por minuto; pasajero bienestar y ligereza en movimientos; pero apenas cesa esta accion [sic.] incitante la reemplaza la astenia consecutiva á toda exitacion [sic.], y se encuentra con una depresión profunda, diminución [sic.] de pulsaciones y de respiración [sic.], muchas veces dispnea, poca actividad en sus movimientos y un mal estar profundo é inesplicable [sic.]. (21) Es pertinente precisar que la lectura blandida por Zapater contenía tintes positivistas, en la medida que consideraba que el medio determinaba la composición biológica de los humanos: los costeños 18 Quisiéramos destacar que no solo Jauja era concebida como espacio de curación, sino también otras provincias de los Andes Centrales. Especialmente Tarma que, a decir de Zapater, poseía un clima seco, aire puro y una altitud geológica, aunque con una ventaja agrícola en el aprovechamiento de los terrenos respecto a la poca producción jaujina. Es más, allí funcionaba el hospital San Vicente que, sin estar especializado en el tratamiento de la hemoptisis, albergaba diversos pacientes e, inclusive, personajes renombrados como el vate peruano romántico Constantino Carrasco (1841-1877) se habían instalado en la llamada Perla de los Andes para mejorar su salud. 30 eran más vivaces, ágiles, nerviosos y con una caja torácica poco desarrollada; en contraposición, “el habitante de las alturas” (30) era asumido lento, de inteligencia limitada, poca sudoración, escaso oxígeno en el torrente sanguíneo y una caja torácica más desarrollada. Asimismo, el tránsito de los citadinos a la cordillera les producía un gran malestar (desde un zumbido en los oídos hasta náuseas) por la alteración del aire y una demanda de mayores respiraciones (según sus cálculos, dieciocho aspiraciones por minuto y menor cantidad de oxígeno). Pese a que se desconocía el origen de la tuberculosis, el célebre doctor afirmaba que esta surgía por la formación de acumulaciones de granulaciones en el tejido conectivo intervesicular, las cuales se denominaban tubérculos y se alojaban en los pulmones.19 El cirujano huancavelicano incidía en que la enfermedad estaba acompañada de un imaginario negativo que mellaba las sensaciones de los individuos y los afectaba hasta la desesperación, por lo que los médicos optaban por usar el eufemismo debilidad de los pulmones. Tal frase era nociva al impedir al enfermo saber el estado real de su situación y tomar acciones contundentes (verbigracia, viajar al valle del Mantaro). Siguiendo lo anterior, la necesidad de un espacio con aire puro y una elevada altura sobre el nivel del mar impelió a los médicos a volver la mirada sobre Jauja; dicha postura coincidía con las investigaciones de los doctores Antonio D’Ornellas y Melchor Chávez Villarreal, quienes argüían que el minoritario número de enfermos en zonas andinas se debía al escaso oxígeno y, por tanto, urgía pensar en condiciones favorables para la instalación en la provincia. La conjugación de la poca humedad, la altitud sobre los tres mil metros del mar, una temperatura templada y la donación realizada por Domingo Olavegoya20, filántropo de Junín que 19 Tal conceptualización no era ajena a los fundamentos europeos y norteamericanos, dado que la historiadora Katherine Ott afirma que los “Practitioners used the term ‘tuberculosis’ to refer to a condition in which elastic lung fibers, called tubercles, were coughed up” (9). 20 El diputado Salazar Oyarzabal, representante de Huancayo en la sección “Cámara de diputados” de Diario de los debates, refirió que “El señor Domingo Olavegoya fue [sic] para el departamento de Junín no sólo uno de sus mejores representantes, sino uno de sus más eximios filántropos. Y en vida se preocupó especialmente de la construcción de un sanatorio porque, habiendo tenido en Jauja muchos amigos enfermos de esta malhadada dolencia, la consunción ó 31 legó cien mil soles para la construcción de un sanatorio en los Andes Centrales en su testamento, fueron fundamentales para que médicos y políticos emprendiesen una campaña para construir un sanatorio en Jauja desde fines del XIX. Previamente, Olavegoya había adquirido un terreno en El Tambo, ubicado a las afueras de Jauja, que oscilaba entre seis y ocho mil soles con el objetivo de donarlo a la Sociedad de Beneficencia de Lima. En 1918, se inició, tras varias disquisiciones entre los diputados, la edificación del sanatorio con un “costo de 250, 000 soles en un terreno que ya ocupaban las Hermanas de la Caridad” (Hurtado Ames, “La ciudad sanatorio” 479), y se determinó que el área sería regida por dichas monjas. Producto de la dotación, se creó una comisión, sobre la cual discutimos anteriormente, para hallar un terreno, estudiar los aspectos médicos y las disquisiciones legales con miras a facilitar la edificación del anhelado asidero. Tal grupo estaba integrado por los doctores Ernesto Odriozola y Ramón Ribeyro, y el propietario Ricardo Salcedo. Dicho proyecto serviría para paliar dos de los problemas medulares para los enfermos que eran la distancia de Lima a Jauja “de 266 kilómetros, pasando por Chosica, Matucana, San Mateo, Casapalca y La Oroya hasta arribar a su destino” (Zanutelli 74), y la falta de un ferrocarril.21 En efecto, ya existían casos aciagos de personajes ilustres intentando llegar a Jauja; vale recordar la muerte del famoso pintor Francisco Laso (1823-1869), quien, al contagiarse de tisis en 1868, emprendió la ruta a caballo y acabó muriendo en San Mateo, distrito con una altitud a 3149 metros sobre el nivel del mar. Tras la edificación del hospital, se incrementó el arribo de limeños y extranjeros a Jauja que buscaban recobrar su salud y paliar los efectos de un mal que carecía de [sic.] la tuberculosis, su idea fué [sic.] siempre ofrecer á [sic.] estos enfermos algunas facilidades, viendo que las que existían en Jauja eran insuficientes para satisfacer las más premiosas exigencias” (402). 21 Sin un medio de transporte adecuado no sólo era peligrosa la ida sino también el retorno, puesto que abandonar Jauja era prácticamente imposible para graves enfermos de tisis que “no se atrevían a regresar a Lima porque se ahogarían en Ticlio, situado a 4758 metros de altura sobre el nivel del mar. Además la distancia entre una y otra ciudad era de 301 km que significaban horas y horas de viaje, de cansancio, de sueño y profundo decaimiento. Había un severo control de pasajeros en la estación del ferrocarril y en los vagones pero no faltaban aquellos que con el propósito de burlar a los inspectores llegaban al extremo de colorearse las mejillas para disimular la palidez anunciadora de su próximo fin” (Zanutelli 77-78). 32 tratamiento definido. Testimonio de ello es, a decir de Hurtado Ames, la presencia de ciudadanos japoneses que, en cierto momento, llegaron a conformar casi setenta familias.22 Rememoremos la constitución del Olavegoya y su distribución: que se reciban 40 enfermos gratuitos y 27 pagantes y que se contrate con las Hermanas de la Caridad la Administración del establecimiento. En la tarea de escoger la ubicación del Sanatorio en el perímetro de la ciudad, intervino también el Dr. Gregorio Monge, médico jaujino que residía en aquella ciudad. Así llegamos a 1922 en que abre sus puertas el Sanatorio Olavegoya siendo su primer director el Dr. Alfonso de las Casas quien ocupó la Jefatura de 1922 a 1925. (Neyra, “Neumología” 576) La composición espacial contempló, inicialmente, los pabellones de Santa Elisa y Santo Domingo para pacientes sin paga, esto en el marco de la dirección del galeno Alfonso de las Casas y su asistente Augusto Gamarra. Un año después, se apertura los pabellones de Santa Luisa y Santa Rosa que, respectivamente, eran para mujeres pagantes e internas sin recursos. En 1926, se inaugura el ala San Miguel destinado a albergar a enfermos que costeasen su internamiento, mientras la jefatura era ocupada por Jacques Aronvald, un tisiólogo francés. Tan solo tres años transcurrieron para la edificación los Pabellones de Oficiales y Tropa que acogerían a soldados peruanos; posteriormente, “en 1931 toma la dirección del Sanatorio el Dr. Leonidas Klinge para dejarla en marzo de 1932 en que toma la dirección el Dr. José Elías García Frías hasta 1952” (Neyra, “Neumología” 576). El acelerado crecimiento a lo largo de una década ratifica la demanda que derivó en paulatinas implementaciones tecnológicas para mejorar las condiciones de vida de los pacientes: 22 La presencia japonesa se aprecia en la culinaria de la zona, evidencia de esto, pese a su sesgo racista, son las reflexiones del periodista Clodoaldo Espinoza Bravo quien advertía el desplazamiento de platos típicos jaujinos a causa de la popularidad de “la cocina artificial i [sic] desnutritiva de otros lugares europeizados i [sic] asiatizados” (557), lo cual se plasmó en la gran cantidad de chifas existentes en la zona. 33 el acondicionamiento de los nuevos pabellones de San Martín y San Vicente orientados a dar soporte psiquiátrico, la inclusión de un laboratorio en un espacio específico, la adquisición de una máquina de rayos X y una “estufa de desinfección” (Paz Soldán 332). Acerca de la cantidad de albergados, se estipulaba lo siguiente: Pabellón de Santa Elisa, con capacidad para 44 enfermas; pabellón de Santa Luisa (de primera), con capacidad para 27 enfermas; pabellón de Santo Domingo, con 44 camas; pabellón de San Miguel, con 30 camas; pabellón de la Sanidad Militar, sección militar, con 10 camas; sección de tropa, con 36 camas; pabellón de empleados, con 40 camas. (Paz Soldán 288-289) De los aproximadamente doscientos internos, los no pagantes recurrían principalmente a la Liga de Damas para poder acceder a una cama. El conjunto femenino de señoras de clase alta dotaba de una tarjeta a modo de acceso al sanatorio, la suministración de medicamentos y la mantención. Su apoyo se gestaba en la tradición higienista sostenida por una serie de locaciones dispersas entre la capital y parte de los Andes centrales: un dispensario en Lima, una escuela climática en Chosica y un área del Olavegoya. El psiquiatra Sebastián Lorente Patrón (1884-1972) resaltaba que, entre 1924 y 1925, la Liga sustentaba a “72 enfermos, de los cuales a fin de año 16 habían regresado curados a la capital, y 44, de los 47 que ahí continuaban, se encontraban en vías de curación” (28). El continuo ingreso de convalecientes fue bastante estable desde su apertura, así que el sanatorio se fue expandiendo y se inauguraron otros tres pabellones llamados La Purísima, Fray Martín y San Vicente en los cuarenta. En pleno auge de Jauja como balneario, la revista peruana ilustrada Mundial (1920-1931) dedicó una edición monográfica al departamento de Junín en aras de incentivar el espíritu nacional y disipar todo peligro de aislamiento regional, por lo que incluyó el apartado “Impresiones de 34 viaje” del corresponsal César Ferreyros, el mismo que inició su reseña al partir del ferrocarril hacia los Andes Centrales desde la Estación de Desamparados. Nos es relevante la progresiva constitución de una mirada negativa blandida por ciudadanos sanos acerca de la provincia, a la cual posicionan como habitáculo de enfermos y se conjura con un “A Jauja” a toda persona que tose persistentemente. Adicionalmente, la persistente llegada de los enfermos para esos años había transformado el paisaje: existía una estación ostentosa, las calles estaban limpias, una plaza de abastos “con todas las existencias de la higiene y del confort” (1922), luz eléctrica, cuatro hoteles y un servicio regular de agua potable. En su recuento se advierte que el sanatorio Domingo Olavegoya estaba en construcción y era dirigido por monjas: En la actualidad se utilizan dos pabellones en los que se hallan convaleciendo numerosos enfermos … En lugar bastante aparte de los pabellones para tuberculosos, están los salones destinados a Escuela Normal de Mujeres. Allí muchas niñas delicadas del pulmón, procedentes de la Escuela de Lima, continúan sus estudios y labores, en un ambiente que no puede ser más simpático. (1922) Entonces, el Olavegoya era un eje medular en la batalla contra la tuberculosis, en tanto que confluían pacientes a voluntad o, como en el caso de las niñas y mujeres pobres, avaladas institucionalmente. Inclusive, Ferreyros aludía a una capilla recientemente inaugurada y a una población selecta, no solo por su espíritu intelectual sino por sus gustos y orígenes (mandaron a hacer su propio campo de tenis). Vale rememorar que intelectuales como “Hildebrando Castro Pozo, Pedro Zulen y Dora Mayer, distinguidos representantes del indigenismo en el Perú … estuvieron por Jauja entre 1915 y 1918” (Hurtado Ames, “La ciudad sanatorio” 481), de allí que la ciudad fue nombrada la “Atenas de los Andes” por su enorme actividad cultural plasmada a 35 través de revistas y periódicos a inicios del XX23, la misma que se dinamizó por las facilidades de transporte como observamos en la siguiente toma: Figura 4. “La llegada del tren”, Mundial, 1922. A esta etapa de inquietudes intelectuales y advenimiento de foráneos se le calificaría como un “periodo de auge, el mismo que comprendería desde su inauguración, en 1921, hasta el descubrimiento de las vacunas que tratarían con éxito la mortal enfermedad (la estreptomicina)” (Hurtado Ames, Cien años después 306) hacia la década de 1950. Precisamente, la instalación de extranjeros modularía una ciudad cosmopolita donde existían curas franceses encargados de la parroquia, un cementerio con 370 tumbas de japoneses y la instalación de un incipiente capitalismo graficado en el “establecimiento de la Cerro de Pasco Mining Company en 1901” (Hurtado Ames, Cien años después 309), además del arribo del tren en 1908, la concreción de la carretera central y la emergencia de medios impresos duraderos como el periódico El Porvenir (1908-1963). No obstante, la masificación de la estreptomicina marcaría el declive de la institución hospitalaria que desembocaría en el cierre de las áreas pagantes en 1955 y la única permanencia de los gratuitos. En efecto, poco antes de la difusión del antibiótico, ya existían voces discordantes con las prácticas médicas y administrativas realizadas por los encargados del sanatorio. En tal 23 En la sección “La provincia de Jauja”, perteneciente a la edición abocada a Junín de la revista Mundial, se subraya que esta “se ha distinguido siempre por la general cultura de sus habitantes y su amor a la instrucción, la que se halla más difundida que en otras secciones del departamento” (Motto 1922), además de su clima idóneo para la recuperación de pacientes en primer y segundo grado de tuberculosis. 36 forma, los estudiantes de la Cátedra de Higiene de Paz Soldán señalaban una serie de falencias en la composición al considerarlo “una vergüenza nacional” (288) por carecer de agua, de sanitarios modernos, y contar con una ingente presencia de moscas que, paradójicamente, atentaban contra los preceptos higienistas que afirmaban detentar. Respecto a la ausencia de implementos higiénicos, los futuros galenos Pablo Melgarejo y Lucas Meza enfatizaron la carencia de un sistema de desagüe adecuado porque las aguas servidas del Olavegoya desembocaban “en terrenos de cultivo en que posiblemente se contagian los animales. No hay estufas, ni lavandería, lo que más hacen es sacar los colchones al aire, su botica es pobre.” (Paz Soldán 308). A estas condiciones se añadía la presencia de sólo tres médicos y la nula división entre enfermos infectados e infectantes, lo cual implicaba un inminente riesgo de contagio. La opinión consensuada de los integrantes de la cátedra aludía a la urgencia de superar la focalización en un clima milagroso y contemplar que este único rasgo no equivalía a la salud; por tanto, era imperioso añadir otros factores como la limpieza y las condiciones materiales (desde los baños compartimentados hasta el servicio permanente de agua potable): Nuestra opinión es que cuando la enfermedad ha adquirido cuerpo, ni en el Sanatorio Olavegoya con su especialista del otro lado de los mares ni en ninguna parte, es posible curar a los tuberculosos, máxime si como sucede con el Sanatorio Olavegoya, los enfermos no tienen una esmerada atención higiénica, base principal en materia de lucha contra la tuberculosis. (Paz Soldán 288) Las recomendaciones previas no se incluirían en su totalidad, debido a que la estreptomicina canceló el florecimiento cultural y económico jaujino; a su vez, los sanatorios y balnearios pasaron a ser hospitales del tórax. Para esos años, en el Perú ya existía una red institucional materializada en, por ejemplo, dieciocho dispensarios, el hospital de Collique y dos sanatorios ubicados en Bravo 37 Chico y Jauja con, respectivamente, 850 y 421 camas. A este abandono de la concentración higienista se le sumaría la reducción del apoyo de la Beneficencia de Lima, de modo que el Sanatorio Olavegoya acabó convirtiéndose en un hospital donde se trataban diversas enfermedades y, en 1964, ya no se contó con el trabajo de las Hermanas de la Caridad.24 Superada la postergación de la que una vez fue foco de modernización, esperanza de salud y centro de debate intelectual, se puede mapear una subcultura volcada en, para fines de nuestros análisis, expresiones literarias que aprehendieron la experiencia de primera mano del yo enfermo, la curiosidad del viajero atraído por el nombre de Jauja como condensación de riqueza material y vegetal, y las representaciones de tono costumbrista de los lugareños. En consecuencia, en el segundo capítulo, indagaremos en la metáfora disciplinar que constituye el discurso sobre la tuberculosis y los demás constructos textuales en los que se enmarca la novela Sanatorio (1938) de Carlos Parra del Riego. 24 En los sesenta, Clodoaldo Espinoza resaltaría que, ante el abandono de los internos, serían escasas las políticas públicas y se elevarían los costos de los alimentos. En un pie de página que comenta los costos de los insumos en 1936, el hombre de prensa subraya la inercia de las autoridades, la magra alimentación de los lugareños y la desnutrición, la misma que conlleva “una posible tuberculización masiva” (559), de manera que la ingesta de comida seguía siendo vista como un elemento clave para evitar la debilidad del cuerpo y su propensión al contagio. 38 CAPÍTULO DOS: ESCRIBIR DESDE LA ENFERMEDAD: METÁFORA Y LITERATURA EN JAUJA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX Pero aquí, en el Perú, cuando Jauja suena en los labios, se imagina algo así como una lenta romería de pálidos vivientes esqueléticos, –procesión despaciosa hacia la tumba,– mientras un coro de toses descoyuntadoras [sic.] sirve de música. Jauja, – se piensa,– es el tísico, pero el tísico menos poético y más espantable; el de pómulos rosados de fiebre y de mejillas cóncavas; el de hombros puntiaduados [sic.], el de pechos consumidos y articulaciones como nudos en la cuerda extensa de los huesos; el tísico del esputo sanguinoso o purulento; el de los ojos febriles y del aliento fétido. Manuel Alayza, “Prólogo” a Sanatorio al desnudo, 1940 Habiendo repasado la concepción de la tuberculosis en el discurso higienista de fines del XIX hasta la constitución del médico hacia mediados del siglo XX peruano, sería pertinente engarzar el discurso de limpieza (Armus), las disquisiciones sobre la necesidad de un sanatorio para albergar a limeños enfermos (Paz Soldán) y el imaginario de Jauja como locus milagroso que alivia las enfermedades respiratorias (Hurtado Ames; Zapater; Neyra) con las reflexiones filosóficas sobre tal afección. En tal forma, nos concentraremos en la equiparación que realiza Susan Sontag (1959-2004), en Illness and Metaphor (1978), entre la tisis y el cáncer como padecimientos que implican un modo de ser y ver el mundo; asimismo, recurriremos a las meditaciones de Michel Foucault (1926-1984) sobre la clínica psiquiátrica, la sociedad disciplinar y la producción de la libertad como meta artificial para la especie humana en, principalmente, Le pouvoir psychiatrique (2003) y Microfísica del poder (1980), con el objetivo de aprehender la experiencia en asilos médicos y los posicionamientos del paciente con respecto a la retícula vigilante que los circunda. Igualmente, esbozaremos el marco literario en que se incrusta Sanatorio 39 de Carlos Parra del Riego, debido a que existe un conjunto de ficciones concentradas en la relación entre tuberculosis y el clima de Jauja, el tópico del espacio milagroso para quienes padecen enfermedades respiratorias, y las vivencias testimoniales de los internos del Sanatorio Olavegoya que, a la postre, se plasmaron en ficciones. 2.1: La metáfora patológica y la vigilancia disciplinaria A decir de la filósofa Susan Sontag, la tuberculosis, hasta casi mediados del siglo XX, se gestó como una enfermedad mitificada por carecer de cura definida, de allí que se evitaba nombrarla directamente, la gente repelía el contacto con algún enfermo y se percibía un halo de muerte sobre quien la portaba. También, la TB era una “enfermedad de contrastes violentos” (5), porque conjugaba estadios contradictorios capaces de enlazar una palidez sepulcral, signo inequívoco de una muerte próxima, hasta un arrebato ruboroso de fiebre, síntoma de una vida en efervescencia. Además, la sintomatología convocaba un espectro de características visibles y líquidas: el rostro enrojecido y sudoroso por accesos de fiebre intensa, el cuerpo que se desgastaba lentamente, la incapacidad de respirar en forma continua y las toses plagadas de esputos que impedían al enfermo realizar sus actividades con normalidad. Inclusive, tal como se abordó en el capítulo previo, la tuberculosis se asociaba a las zonas altas (las montañas) y a los órganos superiores (los pulmones),25 con lo que morir se transfiguraba en atributo de espíritus decorados por una belleza beatífica incapaz de permanecer sobre la materialidad banal de lo terrenal. El padecimiento aprehendía, indistintamente, el desborde de las pasiones o su represión, dado que se atribuía a seres angelicales de una pureza sin mácula, cuya 25 Sontag distingue entre males superiores e inferiores; por ejemplo, la sífilis se vinculaba, a pesar de alto grado de contagio, con el vientre bajo del ser humano (los órganos sexuales), por lo que los afectados se negativizaban al acusar “un juicio moral” (18) punible y un cuerpo en putrefacción. Igualmente, la novelista norteamericana se distancia de la asunción de enfermedad como metáfora, en tanto que esto otorga un estatuto literario, estético e irreal a ciertos males (el cáncer y el SIDA, por ejemplo) que tienen una incidencia directa en la vida de los sujetos. 40 existencia excedía lo mundano, o a sujetos ahítos de placeres malsanos, sobre todo aquellos que ostentaban una vida desordenada y alejada de las normas morales. Por eso, la tisis operaba a manera de reiteración de la individualidad al proveer de excepcionalidad al enfermo; dicha concepción se asentó mediante la imaginería romántica del XIX porque el doliente era preso de una melancolía constante, una ultrasensibilidad que lo predisponía al arte y un conjunto de pasiones desbocadas: Morir de tuberculosis seguía siendo misterioso (y con frecuencia) edificante, y siguió siéndolo hasta cuando ya casi nadie en Europa ni Norteamérica moría de ello. Si bien gracias a una higiene moderada de la frecuencia de esta enfermedad comenzó a caer verticalmente a partir de 1900, la mortalidad de quienes la contrarían seguía siendo alta; el poder del mito sólo se disipó cuando se halló el tratamiento adecuado con la estreptomicina en 1944 y la isoniacida en 1952. (Sontag 15) Vale rememorar que el tratamiento contra la tuberculosis se engarzaba a una especie de exilio donde el tísico era aislado del mundo rutinario que lo circundaba, pues emprendía un viaje físico y psicológico hacia un mundo con sus propias reglas: el sanatorio localizado en una suerte de locus amenus donde la construcción que alojaba a los pacientes estaba circundaba por un verdor montañoso, el aire se asumía fresco y gélido, los alimentos eran ricos en nutrientes y de lo más variopintos, y las actividades evitaban el bullicio externo (los pacientes se desenvolvían acorde a las reglas médicas). Probablemente, ese tipo de vida de asceta haya servido para reforzar la ideación de un transcurrir ultraterreno alejado de los apetitos carnales, donde los que morían adquirían, así hubiesen tenido una vida condenable a los ojos de la sociedad, un carácter superior. Sontag apela al caso de la prostituta Fantine en Les misérables (1862) de Victor Hugo como ilustración del tránsito de la prostituta a la angelical fémina redimida al morir, pues el aspecto 41 físico de esta traslucía el dolor que experimentaba al estar lejos de su hija. Siguiendo lo anterior, la tuberculosis constituyó una metáfora maestra capaz de organizar el mundo alrededor de una mirada patológica anclada en polaridades básicas: el campo y la ciudad, la pureza y la decadencia, la enfermedad y la salud, el vivo y el muerto, entre otros.26 Entendemos, pues, la metáfora, siguiendo al retórico Stefano Arduini (2000), como el tropo no reductible a lo meramente subjetivo (el lenguaje visto cual deformación de la realidad) ni lo objetivo (el lenguaje como mero medio transmisor de ideas en la realidad factual); en otras palabras, el estudioso italiano propone que los seres humanos contemplan su entorno desde un tipo de racionalidad figurativa que devela una concepción singular. Precisamente, la metáfora no debería circunscribirse a una comparación donde un elemento es semejante a otro; todo lo contrario, la figura inaugura, en el acto mismo de semejanza, “una realidad nueva … el medio para ir más allá del significado referencial y alcanzar una verdad más íntima y profunda” (108), de allí que la tisis fuese el lente por el que se filtraba la visión/experiencia/testimonio de saberse enfermo o recluido en una zona distante al hogar. Tal modo de contemplar el ámbito circundante alcanzó una mayor exacerbación en el romanticismo porque se reiteró el yo del artista señalado por la divinidad de lo mórbido, un proyecto vital aislado en contraposición al transcurrir aburguesado de la normalidad, una apariencia moribunda indicadora de belleza y distinción, un “prestigio decimonónico: era la enfermedad de las mil causas y del sentimiento de culpa” (Sontag 39), y la atracción por corporeidades lánguidas. A los síntomas visibles del mal se le sumó un espectro de emociones que antepuso melancolía, delicadeza, debilidad, exquisitez de esteta y la conciencia de los tísicos de 26 Sontag equipara la tisis con el cáncer, en tanto que este también atraviesa un proceso de mitificación al no conocerse, con plena certeza, una cura concreta. Inclusive, al igual que lo acaecido con la TB, el cáncer no se nombra directamente porque produce cierto resquemor entre quienes lo padecen y el rechazo de los sanos. 42 saberse distintos, alejados del mundo y sus afanes, ya sea porque se haya pecado en exceso (la adquisición de la TB como resultado de la entrega a los vicios y la experimentación, sobre todo de tipo sexual) o por detentar la genialidad (verbigracia, seres espirituales cercanos a la beatitud o índoles apasionadas por el saber que olvidan actividades básicas como dormir y comer): En 1881, un año antes de que Robert Koch anunciara el descubrimiento del bacilo de la tuberculosis y que demostrara que esta era su causa primordial, un difundido manual de medicina daba las siguientes causas de esta enfermedad: la predisposición hereditaria, el clima desfavorable, la vida sedentaria de puertas adentro, la ventilación defectuosa, la falta de luz y las emociones deprimentes … Aplicada a la tuberculosis, la teoría de que las emociones son causa de enfermedades sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX. (Sontag 26) La conjunción de una multiplicidad de sentimientos, a veces disímiles, permitió postular el pathos del tísico, quien se veía amenazado o sobrepasado por su propia voluntad y la intensidad de sus afectos al ser “la quintaesencia de la vulnerabilidad de un ser poblado de caprichos autodestructivos” (Sontag 30). Esta imposibilidad del enfermo para lidiar con su interioridad devino en que el sanatorio no solo se orquestaba bajo la concepción de la climatoterapia (la altitud de la zona boscosa con un oxígeno límpido y concentrado), sino, a su vez, por un despliegue médico plasmado a través de una serie de reglas y normas, las mismas que se enraizaban en la supuesta importancia de reprimir estallidos emocionales repentinos, regular los horarios de placer y descanso, y restringir las relaciones humanas. En principio, esta disyunción entre un cuerpo precario y un espíritu arrebatado por experimentar desde placeres carnales hasta intelectuales resultaba problemática para los galenos decimonónicos, quienes, en sus primeros años, pensaban que la vivacidad del enfermo podía ser evidencia de recuperación; empero, en numerosas 43 ocasiones, el furor de las sensaciones y el estallido de los afectos era antesala de un sopor mortal: La fiebre, en la tuberculosis, era signo de un abrasamiento interior: al tuberculoso lo consume el ardor, ese ardor que lleva a la disolución del cuerpo. El uso de metáforas propias de la tuberculosis para describir el amor –la imagen de un amor “enfermizo”, de una pasión que “consume”– es muy anterior al movimiento romántico. A partir de los románticos se invierte la imagen, y se concibe la tuberculosis como una variante de la enfermedad del amor. (Sontag 9) Comprender, filtrar y cualificar el entorno desde la tuberculosis se aunó con la centralidad adquirida por el médico, ello incrementado, a decir de Michel Foucault, en El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada médica (1963), durante la Asamblea nacional francesa del siglo XVIII,27 puesto que estos blandieron el rol de salvaguardar la salud de los ciudadanos y su moralidad mediante una estricta vigilancia. De hecho, los hospitales sirvieron para escindir a los enfermos de la dinámica del mundo de los sanos y proteger a los primeros de creencias o prácticas carentes de un supuesto rigor científico (los usos populares para remediar las afecciones); entonces, se derivó un régimen escópico28 donde la persona fue trasladada de una mirada incapaz de comprender el origen de sus padecimientos a una que “la reabsorbe en el conjunto de las miserias sociales por suprimir; y una morada que la aísla para cercarla mejor en su verdad de naturaleza” (69-70), a causa del requerimiento de analizarlo concienzudamente para saber que era 27 Los principios que organizaron la Revolución francesa se trasladaron al ejercicio médico y se buscó que sea mucho más racional, esto sumado a eventos como el desarrollo de la vacuna de la viruela por el científico inglés Edward Jenner y la incursión de figuras como “Phillippe Pinel, un buen médico y revolucionario moderado [que] cuidaba con amor de sus enfermos mentales y pidió y logró para elos, según dice la leyenda, la igualdad, libertad y fraternidad” (De Francisco 179). Es pertinente precisar que Foucault disiente de esta imagen legendaria del médico amoroso que actúa cual padre porque la labor de Pinel fue antecedente del ejercicio psiquiátrico reticular vigilante. 28 El régimen escópico, considerando al teórico norteamericano Martín Jay, canaliza las “prácticas, valores y otros aspectos culturales, históricos y epistémicos” (Chao 2) que actualizan una manera de contemplar el mundo en un momento y tiempo específicos. Para fines del presente estudio, aquello escópico se conecta con la puesta en mira del médico cual figura generadora de una percepción del entorno y, simultáneamente, en el socavamiento progresivo del interno, quien es orillado a tratar de ver el espacio desde aquellos lentes que se le imponen. 44 lo que perturbaba o alteraba el curso de su salud. Con esto, el cuerpo en sí se volvió objeto de la fijación científica hospitalaria, pero, al mismo tiempo, la enfermedad se desprendió de lo carnal y adquirió un estatuto propio: “En la clínica, se tratan a la inversa enfermedades cuyo portador es indiferente: lo que está presente es la enfermedad misma, en el cuerpo que le es propio y que no es del enfermo” (Foucault, El nacimiento de la clínica 92). Pensar la enfermedad en sí misma implicó un giro en el tratamiento de los seres humanos hacia puertas del XIX, en la medida que ya no era medular curar el mal o paliar el dolor; más bien, lo imperioso era saber cómo surgía y operaba aquello que causaba estragos a nivel físico y psicológico en el sujeto, lo que, eventualmente, produjo la personalización de males considerados incurables, tales como la tuberculosis o la sífilis. En la personificación de la enfermedad, los internos fueron deshumanizados y se ubicó al cuerpo como un terreno que debía explorarse, hasta en sus más mínimos recovecos: El ojo médico, en la experiencia anatomo-clínica, no domina sino estructurando el mismo, en su profundidad esencial, el espacio que debe descubrir: entre en el volumen patológico, o más bien constituye lo patológico como volumen; es la profundidad espacialmente discursiva del mal. Lo que hace que el enfermo tenga un cuerpo espeso, consistente, espacioso, un cuerpo ancho y pesado, no es que haya un enfermo, es que hay un médico. Lo patológico, no forma un cuerpo con el cuerpo mismo sino por la fuerza, especializante, de esta mirada profunda. (Foucault, El nacimiento de la clínica 194-195) Este régimen escópico se enlazó con un giro moderno en la concepción de la medicina, en tanto que era factible observar los órganos, manipular las entrañas, extraer los intestinos y descubrir las diversas capas más allá de la piel externa. Las marcas visibles del sujeto viviente fueron signos secundarios de la enfermedad, debido a que diagnosticar solamente se hacía mediante la visión 45 clínica del sujeto abierto ante el galeno. Precisamente, al igual que los sacerdotes administrando los santos óleos al agonizante para redimir una vida de pecados y garantizar el seguro camino el cielo,29 el médico le daba sentido científico al hato de padecimientos que conformaba la experiencia del dolor. Por tanto, se gestó una racionalidad distinta donde las tareas médicas trascendían la prescripción de medicamentos o el alivio del sufrimiento; en dicha visión, el doctor era el guardián de la salud capaz de ingresar al mundo de los elementos no visibles, distinguir las particularidades a nivel intracorporal y saber cómo se desenvolvía una enfermedad en concreto en aras de preservar el orden de lo social. Por ejemplo, saber si alguien era tuberculoso no se limitaba al campo de las manifestaciones palpables (verbigracia, la faz de tintes sepulcrales) sino, más bien, a la detección del parénquima pulmonar, el cual era el punto fijo que otorgaba sentido a la constelación sígnica que convocaba un padecimiento. Según Foucault: la fiebre no es otra cosa que un fenómeno localmente individualizado, de estructura patológica general. Dicho de otro modo, el síntoma particular (nervioso o hepático), no tiene un signo local; es por el contrario un índice de generalización; sólo el síntoma general de inflamación lleva en él la exigencia de un punto de ataque bien localizado. (El nacimiento de la clínica, 263) Las pluralidades mórbidas dispersas en una maraña de símbolos a veces contradictorios se volvió factible cuando se pudo leer el cuerpo enfermo e ingresar directamente a sus texturas y honduras: el cadáver dejó de ser objeto de tabú cristiano que debía enterrarse intacto y se inició todo un aparato legal para validar las autopsias, facilitar el estudio de los cuerpos en las facultades médicas 29 Tras la Revolución Francesa, se asumió la eclosión de una terapéutica médica clerical porque los sacerdotes estaban llamados a consolar las almas, y los doctores eran los encargados del “alivio de los sufrimientos” (Foucault, El nacimiento 57). Esta asunción desencadenó que ciertos ideólogos revolucionarios, como Sabarot de L’Avernière, promoviesen que se confiscasen los bienes del alto clero para distribuirlos a los galenos, quienes hacían patente y palpable ciertos milagros de sanidad complementario al bienestar espiritual. 46 –aquellos precarizados como los de las prostitutas eran los predilectos– y diagnosticar certeramente los inicios y manifestaciones del mal.30 Por ende, la enfermedad se elevó sobre los sujetos en sí, se convirtió en eje de la mirada médica y las personas pasaron a ser un mero instrumento corporal que se estudiaba para conocer la emergencia, funcionalidad y transmisión de las afecciones. El texto El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France (1973-1974) recoge una clase enmarcada en la cátedra “Historia del pensamiento filosófico”, impartida por Michel Foucault de 1971 hasta 1984 en el Collége de France, donde el sociólogo ofreció una lección abocada al desarrollo del poder psiquiátrico, con miras a distanciarse de las ideas vertidas previamente en Historia de la locura en la época clásica (1961) y reflexionar acerca de la puesta en mira del cuerpo del paciente por parte del médico, quien desplegaba una objetividad disciplinar que implicaba la posibilidad de sanación. En sintonía, el asilo que recluía a los orates, desde el XVIII en adelante, amplificaba la custodia del doctor, en la medida que este diseminaba su poder jerárquico sobre la base de una serie de relevos o extensiones de su figura. Cada miembro del recinto psiquiátrico representaba una extensión del galeno: los vigilantes ejercían la fuerza bruta que sometía a un paciente furioso; los empleados del servicio se desempeñaban dócilmente y supuestamente acataban los pedidos de los reclusos, aunque observaban sigilosamente desde abajo para saber si hay algún elemento o conducta que amenace la estructura clínica; y las enfermeras se 30 Podemos ejemplificar tal proceso deshumanizador en el caso de Melchora Pompeyo, una mujer negra lavandera de provincia (Cañete) que ingresó al Hospicio, institución para un sector carente de recursos, en un mal estado de salud: carecía de apetito, deliraba y había intentado suicidarse. Esta mujer racializada se constituye parte del estudio médico de la tesis titulada De la locura sifilítica (1882) escrita por bachiller Hilario Tudela, quien realizó un recuento de los signos del mal en vida y, sobre todo, en muerte; a diferencia de otros pacientes, no se pidió permiso a la familia ni se aludió a la voluntad expresa de Melchora para hacerle una autopsia, la cual no solo se detuvo en la detección del mal sino en una descripción minuciosa de su cráneo abierto para dar con “cuerpos extraños así como una gran cantidad de líquido seroalbuminoso” (43). En otras palabras, la lavandera de 58 años se convirtió en un puro punto físico pasible de ser abierto sin pudor alguno y el doctor pudo decodificar desde la forma de su nariz hasta la masa encefálica sin sentir aprehensión o sanción de un miembro familiar que anhele enterrar el cuerpo de la occisa. 47 encargaban de ratificar, ya sea por llamados de atención o una rutina de aplicación de medicamentos, el quehacer del doctor. Es pertinente detenernos en el orden reticular que compone el sistema mencionado: La condición de la mirada médica, su neutralidad, la posibilidad de ganar acceso al objeto, en suma, la relación misma de objetividad, constitutiva del saber médico y criterio de su validez, tiene por condición efectiva de posibilidad cierta relación de orden, cierta distribución del tiempo, del espacio y los individuos. En rigor de verdad –y volveré a ello en ora parte–, ni siquiera puede decirse: los individuos; digamos, simplemente, cierta distribución de los cuerpos, los gestos, los comportamientos, los discursos. (Foucault, El poder psiquiátrico 17) La repartición aludida convocaba la amplificación de un ojo avizor capaz de penetrar hasta en los tiempos de esparcimiento, dado que el paciente estaba circundado por la voluntad médica organizadora de su rutina en todos los ámbitos, controladora del cumplimiento del mentado ordenamiento valiéndose de una reglamentación validada como científica, objetiva y garante de la tranquilidad aun ejerciendo violencia.31 Dicha instrumentalización de la violencia se rastreaba ya en el caso de Philippe Pinel, fundador de la psiquiatría moderna y jefe médico de La Salpêtrière,32 puesto que el supuesto trato humanitario dado a los locos estaba fundado en la materialización de 31 El loco ejerce una fuerza gradual, en la perspectiva psiquiátrica de 1800 a 1830, furiosa u ocasional, de allí que se requiriese que los guardas mantengan un régimen de necesidades satisfechas (verbigracia, el cumplimiento de los momentos de dormir) y precaución de explosiones de locura usando la aplicación dosificada de la fuerza. En nuestro caso, no ahondaremos en tal violencia desperdigada en camisas de fuerza o baños helados porque los pacientes de la novela Sanatorio, en sentido estricto, no tienen este tipo de alienación. 32 La Salpêtrière se configuró como una de las instituciones médicas más grandes de París; en la mitad del siglo XVII, debido a la gran cantidad de mendicantes, criminales y prostitutas en la ciudad, se decidieron crear hospicios para asilar y regular a quienes lindaban con lo ilegal. Así, antes de 1789, este constructo albergaba a “10,000 women in 15 buildings, comprising a poorhouse, a prostitutes’ prison, a girls’ reformatory, a prison for female criminal and a madhouse” (Kushner 1991); posteriormente, en las postrimerías del XVIII, se dejó de concebir La Salpêtrière cual prisión y pasó a ser albergue de mujeres empobrecidas, enfermas e insanas, con lo que se fue arando el terreno propicio para la llegada de Jean-Martin Charcot, neurólogo francés que trabajó con varias de las internas mediante lecciones médicas e hipnosis públicas para demostrar los estragos de la histeria considerada propiamente femenina. 48 la violencia física regulada y ejercida en un cuerpo concreto. Su uso posibilitaba controlar los desequilibrios institucionales valiéndose de una maraña de fuerzas compuesta por “disposiciones de poder, las redes, las corrientes, los relevos, los puntos de apoyo, las diferencias de potencial que caracterizan una forma de poder” (Foucault, El poder psiquiátrico 32) en individuos y en la colectividad. A este elemento se le sumaban una serie de enunciados estructuradores de las interacciones humanas, donde ya no primaban los vínculos familiares (el médico visto a manera de gran padre, por ejemplo); en contraposición a la clínica psiquiátrica cual resto mimético de la célula familiar, Foucault propone pensar en una microfísica del poder antes que la violencia en sí, tácticas de dominio en vez de la mera validez institucional, y estrategias de poder en reemplazo del modelo hogareño. La instalación de tal dominancia es retratada con la mención del monarca Jorge III del Reino Unido, orate que vivía recluido en una cámara cuyas paredes y ventanas estaban recubiertas de colchones para evitar que se hiriese. En una ocasión, durante la visita de su médico personal, el gobernante referido reaccionó furioso, arrojó excremento al galeno y mostró una violencia inusitada; ante tal escena, un paje hercúleo y silencioso ingresó a la habitación, puso al rey sobre los colchones, lo desnudó, limpió y cambió con una impasibilidad efectiva para, finalmente, retomar su puesto. El pensador nacido en Poitiers sindica que la anécdota previa trazó el procedimiento que signaría después la psiquiatría moderna, ya que se diferenciaba el mando regio asentado en la superioridad aristócrata, las órdenes omnímodas, escandalosas y concentradas en una sola figura, en oposición al quehacer especializado compuesto por pequeños hacedores del poder, tal como los pajes/vigilantes, cuyas acciones muestran una disciplina continua, mesurada y silenciosa de pretensiones asépticas, científicas y amparadas por un régimen legalista: 49 Mientras el poder soberano se manifiesta esencialmente a través de los símbolos de la fuerza resplandeciente del individuo que lo posee, el poder disciplinario es un poder discreto, repartido; es un poder que funciona en red y cuya visibilidad sólo radica en la docilidad y la sumisión de aquellos sobre quienes se ejerce en silencio. Y esto es, creo, lo esencial de la escena: el afrontamiento, la sumisión, la articulación de un poder soberano con un poder disciplinario. (Foucault, El poder psiquiátrico 39) La dosificación de un hacer disciplinario se enraizaba en lo imperioso de ubicar a los orates siempre bajo la mirada médica, principio y efecto que pretendía, en cierta forma, normalizar la vesania apelando a un método de, curiosamente, presupuestos más humanistas: los locos ya no se equiparaban a bestias amenazantes en el exterior al alojarse en un sanatorio fuera de la sociedad, no eran agresivos sino dóciles, y dejaban de ser potencias contaminantes móviles porque los bañaban y alimentaban. El ojo avizor de la microfísica del poder configuraba, así, “el principio de organización arquitectónica de los asilos” (Foucault, El poder psiquiátrico 125) donde el otrora panóptico de Jeremy Bentham ya no era circular, centralizado y focalizado en un edificio superior que dominaba la vastedad espacial.33 En una concepción moderna clínica, el habitáculo era distribuido en pabellones de tres lados de una sola planta –construcción que facilitaba la visita del médico jefe, quien podía recorrer cada pasillo sin ser notado–, y la vigilancia no se restringía a un torreón central y alto sino a un conjunto de miradas sostenidas en presencias varias (desde el sirviente hasta el médico jefe). Asimismo, se concretaban prácticas específicas que llegaban a tener una significación concreta 33 El pensador alemán Jeremy Bentham propuso un modelo de prisión en 1791, el que se caracterizaba por garantizar una continua vigilancia por parte de las autoridades hacia los reclusos, en la medida que un enorme muro circundaba una estructura circular de seis pisos, los que se hallaban divididos en pequeñas celdas a rededor de un torreón que podía visualizar la completa edificación, con el objetivo de asegurar que “el preso pueda ser mantenido bajo una mirada permanente; es preciso que se registren y contabilicen todas las notas que se puedan tomar sobre él” (Foucault Vigilar y castigar 253). 50 dentro de la racionalidad para conjurar la patología, tales como la administración del láudano utilizado para apaciguar cualquier indicio violento y los baños fríos que supuestamente calmaban los nervios; justamente, la reclusión operaba como amonestación efectiva contra algún rebelde, y los golpes eran contabilizados y controlados. Ciertamente, surgía una dinámica del “juego entre el cuerpo del loco y el cuerpo del psiquiatra que está por encima de él, que lo domina, lo sobrevuela y al mismo tiempo lo absorbe” (Foucault, El poder psiquiátrico 224), puesto que la corporeidad del orate era un punto para resguardar, controlar y reprimir. La conjugación entre el doctor que subyugaba el cuerpo patologizado se reafirmaba en el aislamiento de este último, evento que establecía “una ruptura entre el marco terapéutico y la familia del paciente, el medio en el cual se había desarrollado la enfermedad” (Foucault, El poder psiquiátrico 184). Igualmente, lo beneficioso de aislar al vesánico de su entorno consistía en que se salvaguardaba la integridad y honra hogareña, al igual que irrumpía un nuevo impulso en el recluido: su libertad, la cual se alcanzaría cuando todo el aparato de sostenimiento vigilante pudiese constatar que el individuo no alteraría la regulación cotidiana del mundo externo. En efecto, las ansias por salir formaban parte del horizonte de expectativas artificial que el sistema clínico propugnaba, pues se trasladaba la responsabilidad, en forma de pacto tácito, al paciente en sí y, en parte, a los parientes que estaban obligados a avalar el encierro en nombre del bienestar personal, familiar y social.34 De hecho, este giro dieciochesco de pensar el cuerpo como pasible de ser recluido permite, pensando en la alusión del rey británico Jorge III, incidir en el giro del poder regio a uno capilar 34 En la novela de Carlos Parra de Riego también se habla de aislamiento, el transcurrir de un tiempo distinto y una red de vigilancia, mas no hay una celda ni aparatos corporales que limiten el movimiento de los internos, de allí que no nos concentremos en estos instrumentos disciplinares. Cabría resaltar que, hacia 1860, siguiendo a Foucault, habrá un cambio en el trato brindado al loco porque se le empezaría a ver como “un niño; en segundo lugar, que es preciso ponerlo en un medio análogo a la familia, aunque no se trate de ella, y tercero y último, que esos elementos cuasi familiares tienen en sí mismos un valor terapéutico” (El poder psiquiátrico 133). 51 instalado en “el núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana” (Foucault, Microfísica del poder 89). Si antes se requería de un régimen punitivo donde aquel que violentaba las normas de la sociedad medieval era sometido a una serie de castigos físicos públicos, en el siglo XIX ya se conciben tecnologías vigilantes y disciplinarias (verbigracia, la penal y la médica) de las conductas de los considerados delincuentes o maniacos. No se trata ya de torturar ni de exhibir los restos mortales cual manifestación del poder inscrito del rey, cuya aparición a la distancia se supone vertical y violenta; más bien, la incipiente modernidad se compone de una manera sináptica en sociedad: A este cuerpo se le protegerá de una manera casi médica: en lugar de los rituales mediante los que se restauraba la integridad del cuerpo del monarca, se van a aplicar recetas, terapéuticas tales como la eliminación de los enfermos, el control de los contagiosos, la exclusión de los delincuentes. La eliminación por medio del suplicio es así reemplazada por los métodos de asepsia: la criminología, el eugenismo, la exclusión de los “degenerados”. (Foucault, Microfísica del poder 103) Con ello, el cuerpo de los individuos se halla entrelazado con el dominio de su conciencia, por eso se les somete a prácticas asépticas y represivas asignadas desde las instituciones hacia los espacios considerados íntimos. Por ejemplo, la vigilancia obsesiva europea del XVIII que sancionaba la masturbación en los niños se perfeccionó a través de la instrumentalización de los padres, en la medida que estos habían internalizado las conductas de instituciones educativas y médicas al buscar castigar y prohibir cualquier indicio masturbatorio en sus vástagos. Así, los padres y tutores desplegaban toda una red de eventos gestados a posicionar la masturbación como un tabú: no dejar solos a los niños en sus lechos por tiempos prolongados, ocultar cualquier indicio de erotización y repetir el discurso médico que acusaba la presunta impotencia de los onanistas. Este control 52 transformado en represión, sin embargo, parecía resultar contradictorio porque, al mismo tiempo, se exaltaban las corporeidades bellas, desnudas y gimnásticas que requerían un trabajo constante sobre sí, con lo que se privilegiaba “el placer contra las normas morales de la sexualidad” (Foucault, Microfísica del poder 104). Empero, dichas contradicciones son formas en que el propio poder se autoregula, dado que toda represión conlleva una resistencia, toda incorporación de sanción traza su propia evasión, y toda ley supone su violación.35 En realidad, el poder no está centralizado ya en el Estado, no irradia desde allí, sino que son los mismos sujetos los que lo han asimilado y lo ejercen, estos son quienes perpetúan el statu quo porque funcionan “de una manera mucho más minuciosa, cotidiana” (Microfísica del poder 108) como controladores y hacedores de lo permitido frente a lo prohibido. Justamente, Foucault, al ser entrevistado por la estructuralista Lucette Finas (1921) sobre la relación entre poder y sexualidad, menciona que, a partir del XIX, se entrelazaron con la locura al existir tecnologías que no se impartían de manera represiva bajo la idea de sanción física, sino que se hallaban inscritas en el cuerpo social, se habían introyectado y se podía, por eso, reconocer a quienes evadían las normas tácitas de convivencia en armonía: La tecnología concerniente a la locura pasó de la negatividad a la positividad, de binaria se convirtió en compleja y multiforme. Nace entonces una gran tecnología de la psique que constituye uno de los rasgos fundamentales de nuestro siglo XIX y de nuestro siglo XX: hace del sexo a la vez la verdad oculta de la conciencia razonable, y el sentido descifrable de la locura: su sentido común, y por tanto permite aprisionar a la una y a la otra según las 35 Aunque no nos detendremos en estos dispositivos de control, es importante recordar que el saber sobre el cuerpo se da “gracias al conjunto de una serie de disciplinas escolares y militares. Es a partir de un poder sobre el cuerpo como un saber fisiológico, orgánico ha sido posible” (Foucault, Microfísica del poder 107). Es decir, pensar en aquellas instituciones cercanas al poder (desde la prisión hasta el manicomio) nos ayuda a historizar el cuerpo, reconocer la importancia de la sexualidad en la conformación de binarismos (lo bueno frente a lo malo) y en la preservación del orden de la civitas. En nuestro caso, el cuerpo del tebeciano adquiere un rol central al estar atravesado por la vigilancia médica y la prevalencia de la enfermedad. 53 mismas modalidades. (Foucault, Microfísica del poder 155) De ese modo, se ejemplificó la aparición de grandes tecnologías no solo desde la idea de represión per se, que es lo más común, sino, principalmente, desde la emergencia de “toda una producción de saber y de discursos” (Foucault, Microfísica del poder 156) que aprehendieron conocimientos teóricos y efectos prácticos. Tal es el caso de la penitencia dada por las autoridades católicas, en tanto que, en un plano superficial, se traduce en la sanción del deseo, pero dicha sanción obedece a que se establecen lineamientos sobre aquello que está prohibido, se busca comprender el porqué; así, la confesión no se daba según mero antojo del confesor, sino que se hallaba anclada en una serie de tratados y lineamientos institucionales. Podemos aseverar, pues, que la penitencia suponía un ejercicio burocrático enraizado en una concepción capaz de instaurar definiciones acerca de lo bueno y lo malo, además de que la expiación de los actos negativos comportaba una serie de actos reconocibles y cuantificables (verbigracia, el número de rezos), de modo que el penitente internamente asumía la culpa y la posibilidad de redención. Anotemos lo siguiente en torno a la internalización de lo sancionado y sus vínculos con el poder: Lo que busco es intentar mostrar cómo las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos. Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio- poder, de somato-poder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual nos reconocemos y nos perdemos a la vez. (Foucault, Microfísica del poder 156) El tipo de poder escindido del institucional es uno diseminado y múltiple en las interacciones de los seres, ya no impartido desde arriba ni impuesto de manera progresiva sino incorporado “entre 54 cada punto del cuerpo social” (Foucault, Microfísica del poder 157); es decir, es fundamental atender, en la episteme moderna, a las relaciones a nivel micro antes que a las macro, en tanto que las primeras no son una simple elongación del poder estatal sino su basamento, no son una representación de un dominio mayor ni de una voluntad individual. En efecto, “el poder se construye y funciona a partir de poderes, de multitudes de cuestiones y de efectos de poder” (Foucault, Microfísica del poder 158). Esto se da porque las relaciones de los sujetos, aun aquellas donde existen vínculos familiares, presuponen posicionamientos de poder que, a su vez, remiten al campo político al que pertenecen.36 De hecho, de la ideación de una relación vertical y pensada en términos de la noción de maestro-aprendiz/ rey-súbdito, cual manera de nombrar la ley, se derivan tres roles reduccionistas: “un esquema de poder que es homogéneo a cualquier nivel en el que uno se sitúe y a cualquier dominio” (Foucault, Microfísica del poder 168); uno que circunscribe la ley a concepciones negativas donde todo aquel acto que se le opone es transgresor; y uno que concibe la verbalización de la ley bajo el rótulo de la prohibición. El reduccionismo anterior corresponde a una mirada jurídica anclada en una suerte de omnisciencia absoluta plasmada en la “Soberanía del Padre, del Monarca, de la voluntad general” (Foucault, Microfísica del poder 169) frente a la de un sujeto que acata o se niega. Tal relación binaria impide contemplar la real complejidad del poder, la maraña en que se distribuyen posicionamientos y articulaciones en las filiaciones y afiliaciones del día a día: los vínculos entre familiares, amantes y trabajadores se hallan mediatizados por el poder, no pueden pensarse ni materializarse fuera de este. Es más, el simplismo, blandido por ciertos marxistas según Foucault, de concebir lo económico como único desencadenante de diferencias y estratificaciones sociales 36 Foucault no entiende la política como una imposición desde arriba, una manipulación o el querer de un individuo, en tanto que esta se comprende como una madeja, un embrollo de fuerzas que se sostienen y repelen donde lo político consiste en la “omnipresencia de las relaciones de fuerza y su inmanencia” (Foucault, Microfísica del poder 159). 55 invisibiliza que las relaciones no se dan desde la mera opresión del rico ni de la falta de distribución de bienes, en la medida que el poder siempre se reconstituye y se acomoda acorde a cuestiones monetarias o de propiedad: se generan modos alternativos dentro del cuerpo social (las transgresiones no son tales, pues siguen siendo dadas dentro de los lineamientos del poder), se imbrican con otras relaciones (la familia compone un ejercicio jerárquico de poderío, por ejemplo), se gestan lazos multiformes, se despliegan estrategias, y existen resistencias desde diferentes ejes. Por ende, el acaecer del poder siempre es dinámico y cambiante, permea toda estructura, así se presente singular, y moldea las interacciones de los sujetos: esta dominación se organiza en una estrategia más o menos coherente y unitaria; que los procedimientos dispersados, heteromorfos y locales de poder son reajustados, reforzados, transformados por estas estrategias globales y todo ello coexiste con numerosos fenómenos de inercia, de desniveles, de resistencias; que no conviene pues partir de un hecho primero y masivo de dominación (una estructura binaria compuesta de “dominantes” y “dominados”), sino más bien una producción multiforme de relaciones de dominación que son parcialmente integrables en estrategias de conjunto. (Foucault, Microfísica del poder 171) En la constitución de un poder heterogéneo dispersado en los nexos de los sujetos surge el concepto de biopoder entendido cual “set of mechanisms through which the basic biological features of the human species became the object of a political strategy, of a general strategy of power” (Foucault, Security, Territory, Population 16), puesto que ya no se piensa en el ser humano como centro del mundo y de existencia superior sino como una especie biológica más. Asumir que es una especie permite equipararlo con un organismo biológico perteneciente a un organismo taxonómico mayor (parte de un todo) que requiere de constante cambio en aras de regularse, ello desemboca en cinco 56 asunciones, de las cuales destacamos las dos primeras. En primera instancia, el poder no proviene de una fuente, sino que se asienta en procedimientos, roles y mecanismos para su aseguramiento. Lo segundo es que el poder no es, en sí mismo, autosuficiente ni autogenerativo; más bien, existe en un momento dado a través de mecanismos que conjugan “lateral co-ordinations, hierarchical subordinations, isomorphic correspondances, technical identities or analogies, and chain effects” (Foucault, Security, Territory, Population 17). Al mentado conjunto de despliegues y repliegues se le reconoce como disciplina,37 debido a que esta tiende al centro, no permite los cambios ni los procesos nuevos porque constriñe, protege y circunscribe a los demás objetos: Discipline works in a sphere that is, as it were, complementary to reality. Man is wicked, bad, and has evil thoughts and inclinations, etcetera. So, within the disciplinary space a complementary sphere of prescriptions and obligations is constituted that is all the more artificial and constraining as the nature of reality is tenacious and difficult to overcome. (Foucault, Security, Territory, Population 69) La disciplina normaliza y tiende a la homogeneización al intervenir en todos aquellos factores que presupondrían cierta individualidad porque les otorga un sentido y una percepción con miras a comprender el componente como parte de un todo, clasifica a los elementos acorde a objetivos pensados a mayor escala, “establishes optimal sequences or co-ordinations” (Foucault, Security, Territory, Population 84) para enlazar las acciones, instala una serie de pasos controlados y, siguiendo tal proceso bajo la noción de entrenamiento, traza una frontera entre lo nominado anormal y lo anormal al distinguir lo que encaja en los patrones de lo normalizado y lo que debe 37 Para Foucault, “By definition, discipline regulates everything. Discipline allows nothing to escape. Not only does it not allow to run their course, its principle is that things, the smallest things, must not be abandoned to themselves” (Foucault, Security, Territory, Population 67-68). Así, hasta los pequeños actos íntimos, y supuestamente independientes de los sujetos, se circunscriben a la lógica de la sociedad disciplinar que regula desde el deseo hasta el rechazo. 57 ser expelido. Entonces, la normalización disciplinaria erige “an optimal model that is constructed in terms of certain result” (Foucault, Security, Territory, Population 85) donde las personas, las tendencias y las acciones se gestan sobre la base del aseguramiento y preservación de dicha normalidad, con el fin de permitir el paso de aquello que ingresa dentro del orden y de lo regular, en contraposición a lo que no se ajusta ni sitúa en los límites de la norma. La normalización disciplinar y el conjunto de aparatos de seguridad38 desplegados para salvaguardar las condiciones de los sujetos se ejemplifican en la presencia de la viruela, fenómeno endémico que afectó a gran cantidad de niños en la Europa occidental. Foucault rememora que, con motivo de contrarrestar los índices aludidos, se aplicó, desde 1720, la “inoculation or variolization” (Security, Territory, Population 86) anclada en la potencia preventiva, un relativo éxito, un uso masivo más allá de diferencias económicas y la ajenidad con las teorías médicas de lo que, en un futuro, sería la vacuna. Hacia 1800 y con los posteriores trabajos del virólogo Louis Pasteur, la praxis de inoculación adquiriría un basamento científico y se traduciría en la vacuna como un mecanismo de seguridad esencial para garantizar la salud del individuo y, por extensión, la sociedad. A su vez, se perfeccionaron los métodos de control de las poblaciones inoculadas y se racionalizó la experiencia de la enfermedad mediante la inserción de límites conceptuales y cuantitativos: la ratio de comorbilidad y el riesgo según grupo etario. Dicho de otro modo, la práctica de inoculación antes emergente y fuera de la lógica científica posibilitó la determinación de una serie de predicciones sostenidas en ciertos estándares al convertirse en una vacuna: las presunciones de cuánto debería vivir una persona, cuánta gente moriría si no hay una epidemia y cuál tendría que ser la cantidad de mortalidad infantil terminaron modulando el conjunto de ideas 38 En palabras de Foucault, los aparatos de seguridad modulan los cambios, permiten que existan tranformaciones inevitables para asegurar la sostenibilidad de la estructura reticular social (Security, Territory, Population). 58 de lo llamado normal. Precisamente, la vacuna contra la viruela no solo ayudó a salvaguardar la vida de los futuros ciudadanos, sino que, principalmente, insertó principios organizadores para comprender los mecanismos de la vida humana y la negativización de quienes se querían sustraer a la práctica (verbigracia, el peligro de los no vacunados). El aseguramiento previo, que trasciende el bien mayor de la comunidad, es fundamental para comprender cómo los sujetos introyectan el control sobre sí mismos: ya no se considera el ejercicio del poder en términos exclusivamente prohibitivos o punitivos, en la medida que “the panopticon is the oldest dream of the oldest sovereign” (Foucault, Security, Territory, Population 94). Así, emerge un sujeto que ha incorporado aquellos prohibiciones y medidas sin la necesidad de un control que todo lo vigile y todo lo controle con miras a castigarlo físicamente si incumple la ley. Entonces, el sujeto de la sociedad disciplinar internaliza y proyecta esa mirada vigilante sobre sí y sobre los que le rodean, de modo que sus vínculos, tal hemos señalado anteriormente, se sostienen, refuerzan y acaecen por el despliegue de una serie de preceptos que suponen el mantenimiento de la regularidad y el bienestar de uno y de los demás: The population is not, then, a collection of juridical subjects in an individual or collective relationship with a sovereign will. It is a set of elements in which we can identify the universal of desire regularly producing the benefit of all, and with regard which we can identify a number of modifiable variables on which it depends. (Foucault, Security, Territory, Population 104) La ausencia de una voluntad soberana y surgida desde el deseo de uno mismo para sí es prácticamente inviable dentro de los límites de la sociedad disciplinar, en la medida que la noción del bien común ha calado en el propio individuo, el cual ha hecho suya la norma, la misma que se proyecta a nivel global y singular. No obstante, eso no se traduce en que la totalidad de individuos 59 aspire y haga lo mismo, puesto que el poder siempre necesita reconfigurarse en aras de asegurar su preservación, debido a que los actos de rebeldía, oposición o resistencia significan modulaciones que dinamizan y generan cierta agencia, aunque esta siempre acabará produciendo otra forma de poder. Justamente, Foucault propone la superación de meros binarismos o particularidades en el discurso de lo antisistema y lo contestario, dado que ello invisibilizaba el cambio hacia la modernidad engarzado en una lógica diseminada del poder donde la norma no se halla ya blandida ni concentrada en una figura superior y ubicada en el pico de la estructura jerárquica; todo lo contrario, la especie humana ha adaptado, interiorizado y asignado una escala valorativa a la norma que, a la postre, compone el orden horizontal de la normalidad. El panóptico de Bentham se ha trastocado en una multiplicidad de pequeños panópticos, en una miríada de sujetos-norma que no solo sancionan a los otros sino, sobre todo, a sí mismos. En atención a lo previamente indicado, nos abocaremos a cómo las composiciones ficcionales peruanas se gestaron a rededor de la idea de la tisis desde la ideación de una metáfora mórbida, en la medida que se dotó de una serie de rasgos positivos al clima de Jauja, lo que, eventualmente, produjo un imaginario que asoció contrarios (verbigracia, enfermedad frente a sanación) y enlazó caracteres físicos al cuerpo del tebeciano. De la misma manera, ya gestado el sanatorio, parecido al asilo psiquiátrico foucaultiano del XVIII, emergió una lógica disciplinar donde los enfermos se tuvieron que ajustar a un régimen de control basado en normas reguladoras de todas las fases de su vida, esto si querían garantizar su supervivencia. A continuación, ofreceremos una breve muestra de ciertos escritos que centran la narración desde la tisis, el par Jauja-TB y la experiencia del paciente en el Domingo Olavegoya, cual sanatorio que no solo fue la concreción de un sueño gestado desde antes del XIX, sino, principalmente, un punto donde 60 convergieron distintos sujetos y clases sociales que, a nivel micro, semejaban un pequeño Perú. 2.2: El quehacer literario sobre la tuberculosis: una primera aproximación El crítico Manuel Jesús Baquerizo detectó, en Junín, la existencia de un tipo de expresión literaria signado por la descripción presuntamente objetiva de “personajes, sucesos, costumbres y ambientes” (9) donde predominaban la anécdota y el motivo como tema central. Antes que la belleza y la experimentación formal, la literatura costumbrista de Junín se enraizaba con la constitución de la identidad y la emergencia de una burguesía provinciana que anhelaba entender y plasmar su entorno a través de la escritura, esto para ubicar a la provincia dentro del imaginario nacional (Perú). Así, el educador enlazó la producción literaria de la zona con el llamado cuadro de costumbres limeño de raigambre colonial correspondiente a la primera fase republicana; respecto al desfase entre la ficción de Junín del siglo XX que seguía patrones limeños del XVI al XVII, Baquerizo destacó: La diferencia de tiempo puede parecer, a primera vista, sorprendente. Pero esto hay que atribuirlo, no a la recepción tardía de dicha escuela literaria, sino a la necesidad de la intelectualidad provinciana de tener una escritura que dé cuenta de su universo social y cultural. (12) Al anhelo retratista se le sumó la ausencia de representantes literarios en entresiglos porque, hacia fines del XIX, no existían núcleos letrados relevantes en Junín, y la educación secundaria recién se dio formalmente en los años cincuenta. De hecho, el estudioso subrayó que el aporte de “limeños y extranjeros que radican temporalmente en el valle del Mantaro” (Baquerizo 14) fue capital para la conformación de nuevas inquietudes en los Andes Centrales. Luego, en las primeras décadas del siglo XX, tras el desplazamiento de Tarma como eje cultural, Jauja y Huancayo adquirieron mayor primacía al ser punto de residencia de artistas y pensadores provenientes de diversas partes 61 del Perú. Respecto a la provincia que constituye nuestro tema de estudio, se anota que poseía una mayor dinámica cultural: otro núcleo intelectual de importancia, integrado por Pedro Monge, Clodoaldo Espinosa Bravo, Moisés Arroyo Posadas, Abelardo Solis, Máximo Pecho y Sixto Miguel, entre otros … Allí existían gremios de artesanos y obreros (como la Unión de Artesanos, la Asociación Obrera y Porvenir Obrero). (Baquerizo 39) Igualmente, el arribo de intelectuales como Hildebrando Castro Pozo y Pedro Zulen39 se tradujo en aliento renovador de inquietudes políticas y producción literaria entre 1916 y 1919. Si bien es cierto que Baquerizo no afirma el porqué del traslado de Zulen de Lima a Jauja, al parecer el motivo obedeció al deseo de sanarse de la tisis, tal como su hermana, quien murió de TB, lo había hecho antes. Sin embargo, Zulen no pudo quedarse el tiempo suficiente para restablecerse porque, tras “un discurso reivindicativo de la clase obrera” (40) enunciado el primero de mayo de 1919, lo apresaron y deportaron a la capital. Adicionalmente, Baquerizo subraya la importancia de los autores del núcleo jaujino en la modelación del “concepto de identidad regional y nacional” (42) perteneciente al Valle del Mantaro. Dicho conjunto de creadores congregó a las figuras de Arroyo Posadas, Abelardo Solis, Víctor Modesto Villavicencio, Max Espinoza Galarza, Augusto Mateu Cueva, Pedro Monge, Ernesto Bonilla del Valle y Alejandro Contreras, quienes componían partiendo del espacio físico en que estaban inscritos y, de ese modo, fue posible mapear una serie de ficciones propiamente regionales. A pesar de la presencia de este cenáculo, las producciones literarias no constituían un gran número porque los años treinta estaban marcados por “las dictaduras sangrientas de Sánchez 39 Pedro Zulen, fundador de la Asociación Pro Indígena, también enfermó de tisis; a decir de Dora Mayer, cofundadora de la pionera agrupación y principal difusora de los trabajos del filósofo, este se internó, desde 1916, “en San Mateo y la región de Jauja, procurando conservar su existencia asediada por enfermedad implacable” (44). 62 Cerro y Benavides” (Baquerizo 44), gobiernos donde se censuró y persiguió a todo potencial opositor que se manifestase directa o indirectamente contra el gobierno militar. En el recuento previo que grafica el terruño y las tradiciones de Junín, Baquerizo no sindicó la sustancialidad de la novela Sanatorio de Carlos Parra del Riego, esto porque parte, en nuestra concepción, del presupuesto de que tal literatura tendría que ser llevado a cabo por aquellos nacidos en la zona centroandina. Empero, en lo que atañe a Jauja, esto nos genera una disyuntiva, puesto que varios de los creadores fueron pacientes del Olavegoya, algunos eran extranjeros, limeños u ocasionales visitantes atraídos por la fama creciente y milagrosa del clima. Por eso, a diferencia del analista, nosotros sí consideramos primordial trazar un mapa inicial de ciertas novelas y cuentos circunscritos a la tuberculosis como metáfora patológica, en términos de Sontag, o bajo la noción de subcultura propugnada por Diego Armus, quien concebía que el tísico era un componente central dentro de la comprensión del mal en el contexto argentino. Siguiendo lo anterior, en palabras de Hurtado Ames, uno de los elementos que contribuyó a la popularización de Jauja cual lugar de salud es la del tuberculoso como personaje literario, motivo que se puede detectar en escritos como Sanatorio (1938) de Carlos Parra del Riego y Sanatorio al desnudo (1941) de Pedro del Pino Fajardo; dichas novelas parten de un sustrato testimonial anclado en la experiencia de los propios autores como pacientes.40 En coincidencia, el docente y crítico Raúl Jurado Párraga reitera el carácter heteróclito de la narrativa de Junín y su escasa difusión en los circuitos literarios canónicos, pese a que existieron ejemplos pioneros desde el XIX como la novela Sé bueno y serás feliz (1862) del español Ladislao Graña (1817-1861)41; 40 El historiador Hurtado rastrea el par salud-ciudad en el imaginario del espacio jaujino desde la época colonial en crónicas como Historia del Nuevo Mundo del jesuita Bernabé Cobo y Peralta. 41 Ladislao Graña fue corresponsal de Junín para la La Revista de Lima durante las primeras ediciones de inicios de 1861; tras seis meses de iniciada su labor falleció en Jauja. Al igual que varios de sus contemporáneos, tras contraer la fiembre amarilla en Panamá y estar afectado de los pulmones emprendió el trayecto hacia Jauja con el objeto de sanarse, mas no consiguió “ninguna ventaja y ha muerto al fin en medios de los más agudos sufrimientos el 9 de Diciembre de 1861” (García 588). 63 asimismo, subraya una serie de escritos en torno a la denominada peste blanca: hay que agregar la novelística de Carlos Parra del Riego, nacido en el Callao, pero afincado en Huancayo publicará Porqué maté al niño y una novela más difundida, Sanatorio (1938), autobiográfica, influenciada por el padecimiento de una terrible enfermedad. Vale la pena recordar que no fue la única novela que tematiza ese referente sino se publicaron otras novelas como Sanatorio al desnudo (1941) de Pedro del Pino Fajardo, La ciudad de los tísicos (1911) de Abraham Valdelomar; además de “Amor de tísicos” del jaujino Víctor Modesto Villavicencio. (151) La constitución de un leit motiv es refrendada por Manuel Alayza Rospigliosi, quien prologó la novela Sanatorio al desnudo (1941), al delinear el perfil del paciente del Olavegoya y la bondad del clima jaujino frente a las nuevas teorías que refutaban su influjo sanador, amén de reparar él mismo en su condición: era interno del Olavegoya y compañero de Pedro del Pino. Quisiéramos destacar que Alayza esbozó una diferencia sustancial entre dos tipos de personajes: un “nosotros enfermo” residente en Jauja (los internos) frente a un “otro sano y limense”; entre ambos grupos existía un disenso, puesto que los sanos sojuzgaban a los tebecianos y los acusaban de ostentar una mácula, ser de un sino trágico que conducía a la muerte, padecer de un mal contagioso y exhibir una falta de moderación (la creencia de que la TB era una afección surgida por un desborde pasional). Por esto, se rechazaba a los tuberculosos y su libre tránsito por la urbe era objeto de crítica, en tanto que el espacio público estaba constantemente puesto en peligro por los efluvios corporales (sudores o escupitajos) de los macilentos:42 En Lima, y en general en el Perú, cuando tenemos la franqueza de confesar que nuestros 42 El repelús a los pacientes provocaba, según José María Zapater, que los jaujinos conjurasen también el contacto con los enfermos, dado que pensaban era factible contagiarse al trabar relaciones o estar en “contacto íntimo con tísicos” (57); inclusive, una persona sana podía adquirir el mal si usaba las ropas de un tebeciano ya muerto o si vivía en lo que antes eran sus aposentos. 64 pulmones –por obscuros– han sido distinguidos con la visita del minúsculo bacilo de Koch, podemos ir pensando en olvidar que pertenecemos a un grupo humano … Los tuberculosos somos la peste, el horror y nuestra presencia es como “un rompan filas” de la amistad y del amor. (Alayza 7) La incidencia en el bacilo como desencadenante de contagio es una forma, a su vez, de escindir a los afectados del espectro romántico de la consunción, en tanto que estos no traslucían la belleza mórbida de Margarita Gautier o la grandeza heroica de Simón Bolívar.43 En otros términos, los enfermos semejaban ser presencias espectrales o agónicas que añadían tintes mortíferos a la mentada provincia. Justamente, Alayza renegaba de la imagen mórbida alimentada por autores como Carlos Parra del Riego, quien estaba “vencido corpórea y anímicamente por el mal” (11) al dejarse invadir por la desazón de saberse próximo a morir. Para el ilustre tísico, Jauja era promesa de vida porque su aire sanó a varios desahuciados y las condiciones geográficas eran semejantes a las de Suiza; también, el prologuista se quejaba de los médicos capitalinos que desdeñaban la tesis climatológica como tratamiento: Nosotros, los enfermos de Jauja, somos profanos, médicamente hablando. Pero sabemos cuán poco de fundamento tiene la teoría de la no influencia del clima y conocemos cuán vil es la explotación que los tisiólogos de Lima –con excepciones poquísimas– ejercen sobre la economía de las familias. (Alayza 10) Llama la atención que, hacia los cuarenta, la conceptualización de un oxígeno panacea fuese defendido todavía, ante todo, por los propios internos, quienes seguían enrumbando hacia Jauja, quizá porque todavía no se hallaba un modo exacto de tratar la TB.44 Entonces, los pacientes se 43 La visión de una muerte indolora y estética es propuesta por Sontag al aseverar que “la literatura del siglo XIX está plagada de tuberculosos que mueren casi sin síntomas, sin miedo, beatíficos, especialmente gente joven” (7), lo cual disiente con las imágenes plasmadas en varias de las obras que referiremos. 44 Destacamos que Alayza enuncia desde casi media dios del XX, de allí que su discurso dé cuenta de la preponderancia 65 revelaban descreídos de las experimentaciones y consejos de galenos limenses que, en su opinión, carecían de métodos definitivos para combatir la tuberculosis. Inclusive, Alayza argumentaba la potencia milagrosa de Jauja porque él mismo era tísico e interno del Olavegoya. Las dos condiciones lo hacían representante de todos los demás internos que marchaban a la provincia: Soy un enfermo cuya pluma está sana. Los bacilos de un pulmón cavernario no alcanzan ni alcanzarían a cavernar mi pluma. Aquí están mis risas y mis lágrimas. Aquí, amado lector, mis penas y alegrías. Al lado de compañeros de mal, al lado de ellos, más que mío, es de ellos. (Alayza 16) En efecto, los miembros del sanatorio exhibían una conciencia plena de la segunda vida que les otorgaba ese clima calificado de curativo, además de que eran conscientes de las asociaciones negativas que su presencia convocaba: desde su contigüidad con la muerte que asustaba a los sanos hasta sentirse extraños en una tierra que, pese a no ser plenamente hostil, no era la querencia donde nacieron y en la que vivían sus familiares. La contrariedad de emociones no es nueva ni exclusiva, pues el tísico era, basándonos en Sontag, figurado genial, repelente o irradiador de emanaciones contaminantes. El tránsito entre idealización o banalización, valoración o detrimento, y local o foráneo modulan una primera clasificación en torno al binomio Jauja-tuberculosis. Tal conexión es plasmada en las composiciones literarias que delinean tres caminos: las bondades atmosféricas de Jauja, la incorporación del tebeciano en el devenir local, y el relato en primera persona de los enfermos. El panorama que expondremos inserta, por tanto, a la novela Sanatorio en una dinámica compleja de ficciones soslayadas por el canon literario peruano oficial; omisión surgida ya sea por la ideación continua de “los métodos tradicionales en el tratamiento de la tuberculosis, es decir, el reposo en cama, la buena alimentación, la climatoterapia de altura y el neumotórax de reciente aplicación” (Neyra, “Neumología” 580) y la percepción generalizada de que constituían la mejor opción. 66 de que la literatura de una zona se restringe a lo representado por sus habitantes oriundos o a la carencia de un trabajo de archivo mayor que erija un corpus textual. 2.3: El clima milagroso de Jauja En el primer capítulo, incidimos en cómo el nombre de Jauja ha estado signado por la prosperidad y bondad de su geografía desde su fundación en el siglo XVI: de la tierra donde brotaba leche y miel en abundancia se pasó hacia una zona montañosa y cuyo clima reunía las condiciones que la escuela médica francesa prescribía para sanar a un tuberculoso. Precisamente, con mayor intensidad, en el siglo XIX y hasta mediados del XX, gran parte de viajeros arribaron al valle en búsqueda de sanar las afecciones que atormentaban sus pulmones; a su vez, se fue gestando un imaginario donde se naturalizaba el viaje a Jauja como requisito primordial para toda persona que delatase algún signo de tuberculosis (una voz cavernosa o debilidad física, por ejemplo). Por eso, sin reparar en si son nacidos en la provincia de Junín, quisiéramos resaltar los aportes de los limeños Octavio G. Espinoza (1882-1920) y Manuel Augusto Bedoya (1888-194), así como el de la norteamericana Julia MacLean en las primeras cuatro décadas del XX. El aviador y periodista Octavio G. Espinoza, en 1907, publicó un fragmento de la novela inédita Violeta en la revista limeña Actualidades. En esta, se presentaba a un narrador viajero limeño que, hallándose en un hotel de un pueblo andino, observaba a los demás huéspedes mayoritariamente extranjeros, de distintas edades y sexos, pero hermanados por la experiencia de padecer tuberculosis. En la descripción que hace de sus vecinos, descuella una jovencita llamada Violeta y un sacerdote fumador de tabaco; la primera poseía una belleza moribunda y de tintes prerrafaelitas: blancura cercana al marfil, cabello liso y rubio, ojos azules y mejillas “con tonos de rosas muertas” (117), mientras que el segundo parecía sano por su robustez, pero, según el mismo prelado confiesa, respiraba con suma dificultad. La contemplación de ambos enfermos grafica la 67 diversidad de visitantes que, desde procedencias disímiles, acudían al área andina para derrotar el mal que los consumía. Específicamente, de Violeta se indica lo siguiente en el fragmento: Todo en ella respiraba debilidad y dulzura. Era tísica y sin duda era buena. Supe más tarde que había nacido en Valparaíso y que vino en busca de salud al pueblecillo famoso, después de haber recorrido, con el mismo objeto, todos los climas de Europa. (117) La carencia de un nombre definido para designar al mentado pueblecillo famoso no impide identificar esta tierra con Jauja por la afluencia constante de tuberculosos y la idea instalada de que un tebeciano debía marchar a la ciudad centroandina.45 A su vez, no deja de ser llamativo que el narrador sea un limeño adinerado porque, para ese entonces, se carecía de tren directo a Jauja, suceso que derivaba en que solo la gente de clase acomodada se pudiese permitir un viaje extenuante y con las provisiones necesarias –verbigracia, el transporte a caballo y una corte de sirvientes– para cruzar los Andes. De hecho, la posición pudiente de quienes costeaban su viaje constituye un tópico constante en la configuración de la tuberculosis porque la gente pobre moría en asideros infectos y sin atención médica (Armus; Badhan), en contraposición con los ricos que conservaban sus oropeles y exquisitez en zonas campestres (Sontag). En la misma estela, en la novela El alma de las brujas (1917), continuación de La bola de sangre (1917), de Manuel Augusto Bedoya se blande una crítica a la sociedad limense de comienzos del XX a través del personaje de ascendencia nobiliaria Manuel Antonio de Bragada y Melgarejo, artista y académico perteneciente al cenáculo literario del Ateneo de Lima. Este joven de clase alta experimentará debilidad corporal, fiebre y una tos incurable hasta devenir en un hato 45 En el mismo año, el escritor abancaíno Jorge Miota (1871-1926) reflexiona sobre los estereotipos negativos producto del centralismo limeño en el Perú, en la medida que los Andes se califican de lejanos, incivilizados y premodernos al compararlos con la Costa; sin embargo, no son solo atributos negativos los de la Sierra porque resalta cómo tales terrenos representan opciones, para la gente de la capital, de riqueza y curación: “Una ‘Jauja’ en la que se recuperan las fuerzas arrebatadas por la costa y donde se oxigenan los pulmones.” (390) 68 de huesos, por lo que, ante la falta de un tratamiento concreto y la inutilidad de los médicos que lo visitaban, se le aconsejará viajar a Jauja. La recomendación inicialmente no le será motivo de alegría, ya que debía alejarse de su familia y esto se traduce en una especie de destierro; eventualmente, al empeorar, termina marchando “en un tren de la sierra hacia la provincia de Jauja, tonificante y milagrosa” (162).46 A pesar de que no se describe el paisaje serrano, se apelan a una serie de significaciones comunes ya asentadas en el imaginario de la época y transmitidas en las misivas que el muchacho dirige a un amigo: Hermosas descripciones de la sierra y saladas ironías acerca de la sociedad provinciana. Parecía estar siempre animado del mejor humor, y sus cartas revelaban una sana plenitud de talento, estimulado por la fuerte pureza de la puna. Montaba á [sic.] caballo y tenía un perro. Todas las noches tocaba el violoncelo, sentado en una hamaca, y oía timbrar en la sombra el balido de las ovejas. (162) La naturaleza sanadora, la cercanía del espacio rural y el acontecer tranquilo de una ciudad carente de boato desencadenarán la reparación física y espiritual de Manuel, en la medida que empieza a tramar un proyecto de novela titulado Lima, aunque este deja de representar la rapidez e hipocresía de la capital peruana para adquirir un aire bucólico, una predominancia de elementos florales y la pronta esperanza de sanación, producto, quizá, de su estancia en Jauja. Tiempo después, abandonará su vida “llena de colorido y sabor” (165) al enterarse que sus hermanas tienen amores clandestinos y su madre es ludópata, con el objetivo de imponer la autoridad masculina que ostenta como hijo y llamarlas al orden. No obstante, fracasará en tales afanes y se marchará de Lima, ciudad que acaba siéndole odiosa por los rumores burlescos de otros miembros de la élite acerca de los suyos, rumbo a Madrid. Sin ahondar en los conflictos del 46 La experiencia del tren es un tópico común, pues este viaje es el que significa el paso de la ciudad a la provincia, de la ciudad sana que expulsa al enfermo al sanatorio, lugar que, paradójicamente, enlaza esperanza y muerte. 69 protagonista, su breve incursión en Jauja le permite asentar la polaridad entre el campo y la ciudad, debido a que el primer espacio no solo lo ayuda a recomponerse, sino que también le demuestra una existencia propicia para entregarse al arte (la escritura), un acontecer silencioso y pródigo en alimentos; en contraste, la capital es signo de adulterio e hipocresía porque sus hermanas, consideradas señoritas de sociedad, acaban siendo amantes de hombres de conducta liviana. Es más, Manuel también incurre en la misma falta que achaca a las suyas: él mantiene un amorío con una mujer casada. En 1942, la estadounidense Julia MacLean Viñas, secretaria del subdirector del Pan American Union,47 publicó, en entregas, su relato de viajes por tierras peruanas titulado A Sentimental Journey in Peru, la cual permitía a lectores extranjeros conocer las riquezas florales, humanas y de fauna que componían la nación sudamericana. La cuarta misiva, aparecida en noviembre de 1943, se subtitula “Jauja and Ocopa” y representa el arribo de la corresponsal a la provincia tras un viaje accidentado por las montañas. La imagen inicial de Jauja, en esta sección, actualiza la importancia de la ciudad en la época colonial al haber sido el primer lugar que Pizarro fundó como centro de operaciones y, luego, explica la gran variedad de cultivos y animales (desde tomates hasta alpacas) que componen parte de la escena andina. Destacamos que la fama de Jauja, casi hasta el cincuenta, se sigue cimentando en sus aires salutíferos: The limpid atmosphere of Jauja, where the air blows fresh and pure because of the elevation, has made the city a refuge for victims of tuberculosis who come from all over the country and even from foreign parts, hoping to be cured by those medicines that nature 47 Esta fue una organización única por congresar a veintiún países con miras a “promote peace, friendship, and better understanding among these nations” (James 248). Dentro de las actividades de una comisión integrada por diplomáticos y representantes latinoamericanos regidos por un directivo estadounidense, se publicó el Bulletin of the Pan American Union que contenía escritos en inglés, portugués y español, los cuales eran especializados y pretendían ofrecer una visión global de Sudamérica y Centroamérica; sobre todo, se busca difundir la riqueza agropecuaria de tales espacios para posibles tratados mercantiles con Estados Unidos. 70 alone supplies. (612) La descripción de MacLean demuestra la persistencia de Jauja como garante de salud para tísicos, puesto que se valora positivamente la calidad del aire, la altitud sobre el nivel del mar y, con ello, su condición de ciudad sanatorio (Hurtado Ames). Empero, la cronista, al proseguir la descripción, incide en que los tebecianos han ocasionado que Jauja se haya convertido en un lugar de atmósfera silenciosa y opresiva que ocasiona cierto resquemor en quienes están sanos. Los tres relatos referidos dan cuenta de un espectro de positividad que revestía a Jauja de un imaginario de sanación que había calado a lo largo del territorio nacional y la escena internacional: Octavio G. Espinoza y Manuel A. Bedoya no visitaron la provincia ni padecieron el mal, pero hicieron eco de una significación asociada al viaje, el campo, la vida tranquila y el aire curativo como tópicos en la ficción. Asimismo, el recorrido de Julia MacLean incide en la permanencia de la asociación Jauja y tuberculosis hasta mediados del XX. En este punto, es pertinente indicar que dicha puesta en relación también impregnó el sentir de los propios jaujinos, quienes eran conscientes de que su provincia se iba viendo como un lugar plagado de enfermos melancólicos, hecho que, eventualmente, derivó en el temor de contagio y en la incorporación del tísico dentro del paisaje. 2.4: El tuberculoso como parte de la escena local jaujina: temor y naturalización en la narrativa de Junín La incorporación de Jauja como punto de encuentro de los tuberculosos que perseguían tratar su mal no se revistió de una mera positividad anclada en la existencia de un entorno cosmopolita y pródigo en actividades culturales (Hurtado Ames, Rivera Martínez). Vale rememorar que la tisis siguió siendo incurable hasta 1946 y que, además, era altamente contagiosa porque los enfermos cohabitaban con los lugareños. Por eso, quisiéramos recalar en cómo los 71 nacidos en Junín incorporaron en sus escritos el temor a adquirir la TB o al tísico cual personaje que les era simultáneamente extraño y conocido, de modo que nos es valedero apelar a la obra de los jaujinos Pedro S. Monge (1904-1979), Ernesto Bonilla del Valle (1905-2005) y Clodoaldo Espinosa Bravo (1900-1969). El docente, investigador y escritor Pedro S. Monge, en la cuarta sección de su colección de notas históricas y anécdotas locales titulada Estampas de Jauja,48 dedicó un apartado dirigido a mapear las prácticas de los escolares durante sus momentos de esparcimiento. Por ende, en sus retratos descriptivos, recuerda los juegos de fuerza y resistencia que los estudiantes realizaban durante el recreo; en tales dinámicas, la voz narrativa indica que el profesor, quien visualizaba cómo sus alumnos varones se golpeaban para demostrar cuánto soportaban el dolor, evidenciaba un temor vinculado al contagio de la tuberculosis. Así, ciertos profesores llamaban la atención, entre preocupados y molestos, a los jóvenes que se propinaban puñetazos sobre la espalda a modo de broma y prueba de virilidad: En vano los maestros condenaban los golpes en la espalda diciendo: “¡Con el tiempo se van a volver tísicos!” Nadie hacía caso, hallando más divertido probar la fortaleza de los pulmones del prójimo con el “pasachi”, el “cutichi”, el “mandado disculpado” y otros procedimientos parecidos para curtirse las espaldas, no obstante que algunos protestaban diciendo: “¿Crees que los pulmones vienen de Estados Unidos?” (135) La conciencia de los pulmones como un órgano precioso constantemente puesto en peligro es refrendada por la voz narrativa de tintes históricos que organiza la sección dedicada a Jauja y sus 48 El conjunto de relatos fue compuesto durante la gestión del doctor Elías García Frías, quien dirigía el sanatorio: “Y los espíritus generosos que sueñan, como el Dr. García Frías, en la posibilidad de una Jauja nueva, adosada a la Carretera Central y vecina al Mantaro, con su unidad escolar, su red tranviaria y su planta eléctrica para todo el valle” (13-14). Destaca, en el fragmento referido, cómo las autoridades del Olavegoya no se circunscribían exclusivamente a su labor médica y formaban parte de los proyectos que buscaban la mejora de la ciudad. 72 entrelazamientos con la peste blanca. En dichos nexos, destaca la naturalización entre la zona geográfica y la enfermedad materializada a través de la reconvención “¡A Jauja!” (147) cuando una persona tose de forma prolongada; la advertencia suele darse desde Lima y se halla fundada en el carácter de panacea del clima de la provincia que, aunque no se tuviesen estadísticas precisas, había curado a varios enfermos. Tal asunción desencadenó la afluencia continua de enfermos que optaban por aislarse entre las montañas, suspender sus vidas personales y abandonar sus familias tras la recuperación de la salud que irremediablemente mermaba: Aquí los enfermos constituyen una categoría social bien definida que, por su número y por su procedencia, por sus intereses y por su género de vida, se contraponen al resto de la población … se trata concreta y específicamente de los “enfermos”, de esos “enfermos” que en la terminología popular de Jauja son los de fuera, los que vienen en pos de clima, arrojados aquí por el azote tuberculoso. (152) Ergo, la convivencia diaria entre sanos y enfermos generaba la preocupación constante acerca de un potencial contagio, no solo porque el Olavegoya, para tales años, había superado su capacidad de internos sino, principalmente, por “el estrecho radio de la ciudad, en su falta de servicios, de comodidades y de abastecimientos” (154), rasgos provenientes de un mal diseño urbanístico y la inserción del sanatorio como un espacio que gozaba de beneficios (el agua, por ejemplo) de los que carecían los vecinos. La conciencia de la ciudad desbordada y la precariedad de ciertos recursos se distancia, en la comprensión de Monge, de la visión idílica mostrada por Abraham Valdelomar en La ciudad de los tísicos (1911), pues tal novela reflejaba un espacio citadino donde las enfermas eran más bellas y etéreas, los internos saboreaban exquisitos manjares y bebían sendas copas de alcohol refinado, las pasiones se exaltaban, ricos mercaderes llegaban, los pacientes se entregaban a conversaciones 73 sobre el arte y, en general, se experimentaba la enfermedad desde un ambiente de boato vinculado a la idea de consunción. El paisaje lujoso, bello y con sujetos ahítos de placeres era ajeno, en la perspectiva del profesor jaujino, del transcurrir cotidiano de pacientes del sanatorio que extrañaban su hogar o de tebecianos condenados a vivir de la caridad: Aquí se dan la mano la pobreza y la medianía. Junto al enfermo pudiente que goza de mayores comodidades para su cura, está el modesto artesano que lucha a brazo partido con la miseria que lo sumó en la tuberculosis; junto a la limeña elegante que muere de aburrimiento y suspira por lucir sus trajes en los salones de Lima, está la humilde ama de casa que sufre y llora, lava y cocina para sus vástagos enfermos. (Monge 157) La cita anterior permite presentar la experiencia de vivir en Jauja desde una doble conciencia: Monge, al ser lugareño, contempla la presencia de los tebecianos desde una visión cercana y puede advertir que estos componen un grupo heterogéneo y parcialmente acomodado, es decir, no son ricos en demasía. Lo segundo es que a Jauja llegan diversos enfermos sin que haya un control o registro de su número e impacto en la pequeña ciudad, esto ha provocado la suspensión de preceptos higienistas básicos para mantener controlada la propagación del bacilo de Koch (el Olavegoya no contaba con desagüe y la disposición de agua era limitada, por ejemplo). En consecuencia, el crecimiento descontrolado de tísicos, la falta de gestión para garantizar el acceso de locales y foráneos a recursos básicos (el agua, sobre todo), la carente escisión entre sanos y enfermos (estos convivían sin mayores restricciones), la vinculación de Jauja con un imaginario de muerte permeado por la TB y el aprovechamiento sistemático del clima jaujino desencadenarían, en el futuro, para Monje, la postración de la otrora pujante provincia y su retroceso frente a otras zonas de Junín. Con fines parangonables, el pintor y escritor Ernesto Bonilla del Valle aprehende el 74 impulso por configurar Jauja desde sus personajes y paisaje, de manera que demuestra el conocimiento de los vecinos para luchar contra la TB. Bonilla ilustra dos tipos de tratamiento existentes contra la tisis antes de la masificación de la estreptomicina: la visión climatológica que preconiza la estancia en el valle junto a la ingesta de alimentos, y la medicina ancestral indígena. Por eso, en la sección del libro titulada “La terapéutica de los indios”, se utiliza un narrador en primera persona que relata su estado de salud al tener ocho años, pues, indistintamente, indicaban que padecía melancolía o tuberculosis; de hecho, observamos la existencia un estereotipo en torno a los macilentos:49 Pero a pesar de todo era siempre pálido y ojeroso y los amigos cuando disputábamos por algo, sólo por herirme me llamaban el tísico y aunque yo no lo tomaba en serio, me quedaba siempre un poco de tristeza y a veces lloraba sin ningún motivo. (Bonilla 28) La delgadez, el carácter apático, la faz lívida y ojerosa modularon una serie de signos físicos que permitían, a los ojos de la comunidad, trazar una división entre un nosotros sano y robusto frente a un otro enfermo y delgado. Curiosamente, debido a la falta de mejora del niño, se recurre a un conocimiento ancestral detentado por dos curanderos: la Santosa y el viejo Limaylla, ambos ancianos, de origen andino y situados distantes del centro de la ciudad (viven en las montañas). La primera utiliza flores, sales y rezos con miras a expurgar los malos espíritus que presuntamente habitaban en el cuerpo de la criatura, aunque, a la postre, los mejunjes y oraciones carecieron de éxito; posteriormente, se convocó a un anciano, “entendido en zafaduras y que sabía también soldar huesos” (29), para que diagnostique el origen del abatimiento espiritual y corporal del menor. De ese modo, el llamado médico indio, durante la mañana, masticaba coca y, después, 49 El tuberculoso se mimetiza con el transcurrir de la cotidianeidad, en tanto se vuelve una figura reconocible en los diferentes acontecimientos de la provincia. Por ejemplo, Bonilla del Valle, al describir los días de feria en Jauja, traza los tipos locales compuestos por “niñas domingueras de la ciudad, los gringos de La Oroya y Morococha y los románticos tuberculosos del Sanatorio Olavegoya (36). 75 frotaba un cuy vivo contra el cuerpo del narrador, con el fin de que la afección se trasladase al roedor y, así, fuese posible conocer el mal tras diseccionar al animal. Tras pasar el cuy por el cuerpo del narrador, Limaylla indica que este sufre del corazón y prescribe la administración de una alimentación sustanciosa, la ingesta de agua de azahar y un reposo en cama; empero, el viejo curandero tampoco logra sanar al enunciatario, quien nos revelará, ya adulto, que esa era su disposición anímica desde el nacimiento. En otras palabras, no albergaba el bacilo ni era dado a la tristeza, sino que su constitución física externalizaba los rasgos de la tisis, posiblemente porque los jaujinos ya ostentaban un estereotipo acerca de cómo debía lucir un enfermo. Comprobar que un cuerpo podía acusar tristeza y delgadez se entronca dentro de uno de los temores de aquellos años: el vínculo entre muerte y Jauja, posicionamiento que no resultaba ajeno para los artistas. De tal forma, el crítico y poeta Clodoaldo Espinosa enfatizaba que dicha conexión provocó, con el paso de los años, un retroceso económico causado por el arribo incesante de los tebecianos: “Se la reputó peligrosa, porque sí, i [sic.] no solo como ‘la meca de los tísicos’, sino como una de las ciudades más tuberculosas del Perú” (493). La consideración de ser una ciudad peligrosa se fue asentado en la opinión popular y configuró un locus jaujino que, a veces, era repelente para aquellos que no vivían en la zona. Mas Espinosa no obvia que el Olavegoya no era percibido solo perjudicial, en la medida que la dinamización literaria del XX se enlazó, directamente, con la experiencia de artistas foráneos, tales como el vate huanuqueño Adalberto Varallanos (1903-1929), quien falleció en el centro hospitalario. Hemos referido que los artistas también incluyeron a los tuberculosos en la rutina de Jauja, en tanto que estos formaban parte de las decisiones de mejora de la ciudad (la construcción de un campo de tenis, por ejemplo) y de los eventos (verbigracia, las ferias dominicales); adicionalmente, se desplegó una conciencia no plenamente positiva respecto a la afluencia permanente de tísicos, 76 dado que surgieron varios problemas: la visión de Jauja como un lugar cercado por la muerte, la inadecuada distribución de recursos básicos (el agua), su retroceso económico frente a otras provincias de Junín y el temor constante de los vecinos que, a veces, identificaban cualquier rasgo o práctica como signo de padecer TB. Adicionalmente, los mismos jaujinos compusieron una serie de ficciones orientadas a la representación de tono costumbrista (la descripción de los paisajes) donde un personaje insoslayable era el pálido macilento que recorría la ciudad. Del mismo modo, el flujo de pacientes al Olavegoya o huéspedes tísicos a Jauja devino en una renovación artística y cultural plasmada a través de cenáculos y composiciones. Por ende, vale la pena mencionar algunas de aquellas ficciones que fueron compuestas por aquellos viajeros, quienes representaron la experiencia de la enfermedad desde un yo narrativo en Jauja. 2.5: Hablan los foráneos: narrar la tisis desde el yo enfermo Entre los viajeros que pasaron por Jauja atraídos por su fama curativa, descuellan aquellos que vivieron desde antes que existiese el Olavegoya o que, después, fueron pacientes del sanatorio y dejaron testimonio escrito de su experiencia a través de la publicación de novelas. En este conjunto de artistas, podemos mapear la existencia de extranjeros y limeños que, desde el XIX, gestaron una literatura focalizada en la descripción geográfica y la metáfora de la tuberculosis como generadora de una existencia singular para quienes la padecían; en específico, haremos mención de las producciones del chileno Manuel Concha Gajardo (1834-1891), del prelado español Manuel Monjas que reprodujo la estancia del padre agustino Francisco Blanco García (1864-1903), y de los pacientes Pedro del Pino Fajardo (1918-1974) y Carlos Parra del Riego. El cronista Manuel Concha emprendió un viaje por los Andes centrales durante el siglo XIX y, producto de ello, publicó Un viaje de vieja (Perú, departamento de Junín) (Apuntes de cartera) en 1870. Al parecer, el motivo de su travesía fue reproducir el recorrido realizado por uno 77 de sus sobrinos, el cual, sin éxito, había ido hacia Perú para sanarse. Entre los espacios que Concha visitó, pudo conocer Jauja o Atunjauja, donde se reunían diversidad de viajeros. A falta de un ferrocarril que conectara Lima-Jauja, el cual se concretaría recién en 1908, el dramaturgo tuvo que realizar una jornada a caballo y pudo conocer de primera mano las particularidades de la zona: desde los indios que iban caminando tras sus mulas hasta el gélido y rocoso espacio de la cordillera. Justamente, al descansar en La Oroya, ciudad muy cercana a Jauja, encontró plegarias e invocaciones escritas en las paredes de la estancia donde se alojó y que rogaban por sanación; atendamos al cierre de sus recuerdos al incidir en Jauja y su clima medicinal sostenido por su sequedad y altura:50 La ciudad de Jauja tiene una gran reputación por su temperamento para las enfermedades del pulmon [sic.]: tal es al menos la opinión jeneral [sic.] de los peruanos. Pero, en qué fundan esta opinión? [sic.] Semejantes cualidades y requisitos poseen muchos otros lugares que se encuentran en el mismo meridiano, y que tienen caminos al menos, porque el único que existe de Lima a Jauja no es camino, y los enfermos tienen necesariamente que sucumbir o agravar su enfermedad por su aspereza y falta de recursos. (Concha 113) La cita previa evidencia la carencia de medios de transporte adecuados, una red vial amplia y un sanatorio que justifiquen la fama de Jauja,51 por lo que Concha pone en cuestión el advenimiento de enfermos y lo milagroso de la provincia, lo último porque sindica que la sequedad del aire y su 50 En un epígrafe recogido por el religioso Monjas, se subrayó que “Junio, Julio y Agosto [sic.] fueron meses de bendición para los tuberculosos. La temperatura era bastante fresca y la atmósfera extraordinariamente seca” (201), por lo que se aceleraba el influjo positivo en los organismos precarios. 51 Lo accidentado del camino y la carencia de medios de transporte adecuados fue un tópico constante hasta casi la segunda década del XX. Refrendamos este aserto en las memorias de Manuel Monjas, quien testimonió la desesperación de los enfermos limenses por guarecerse en Jauja, aunque ello fuese una muerte segura. Así, rememora la extremaunción dada a la señora Carolina Pátinson, quien “el viaje desde la Oroya lo hizo a caballo en un solo día” (49), con lo que actuó temerariamente pese a estar afiebrada, caquéctica y anémica. 78 altitud se encuentran también en otros países. Es más, el cronista, como corolario a su relato, indica que no existen pruebas científicas que validen el carácter rehabilitador del clima ni autoridades que faciliten el acceso de los viajeros: no hay comitivas médicas, reformas modernas ni estudios científicos. Aunque Concha desdeña la común creencia de una Jauja medicinal, se pone de relieve que la fama de la zona ya trascendía las fronteras de los linderos nacionales porque él viene desde Valparaíso y, además, encuentra gráficas en las estaciones que no son de manos peruanas. Justamente, movido por la idea de una Jauja regeneradora de los pulmones, el cura Manuel Monjas viajó, desde España y cuando no existía el tren de Lima a Jauja, junto al reverendo agustino Francisco Blanco García52; el fruto de esa travesía se tradujo en el recuento memorístico escrito para saldar una doble deuda: expresar su agradecimiento a los padres franciscanos españoles del convento de Ocopa por haber resguardado el cadáver del religioso y ensalzar “las cualidades excepcionales de aquel clima para la curación de la tuberculosis” (8). En tal sentido, glosó parte de la biografía de Blanco para instalarlo como una figura piadosa que enfermó de tisis, pero no mediante contagio (verbigracia, la teoría húmeda abordada en el primer apartado) sino por una predestinación propia de su carácter que excedía su carnalidad delgada y faz macilenta: “las energías y las resistencias de su temperamento estaban más en el espíritu que en el cuerpo” (19), además de una entrega absoluta a los afanes intelectuales. Esta visión acerca al fraile a la noción de la consunción, puesto que su enfermedad no es adquirida por la aspiración de miasmas, herencia o a través del intercambio con enfermos, sino que emerge interiormente porque su cuerpo es incapaz de resistir la grandeza de su espíritu e intelecto, es decir, se le vincula con el genio que se erige sobre el resto de los comunes mortales. 52 El escritor y fraile español Francisco García nació en Astorga (España) y falleció en Jauja, provincia peruana a la que arribó a inicios del XX en búsqueda de salud. Fue docente de literatura y, a decir de Monjas, causó un gran impacto entre artistas como Emilia Pardo Bazán, Manuel Menéndez y Pelayo, entre otros. 79 Es importante precisar que, ante la preocupación de sus superiores por el desgaste de su salud, se sugiere que marche a Málaga, Canarias o Jauja, aunque este último destino era recusado por el hombre de fe al suponer el Perú como distante y de fama idílica. A pesar de estar en Jerez de la Frontera y a cuidado de su hermano médico, Blanco García se vio obligado a dejar tal lugar y retornar a Madrid, ello por la persecución emprendida contra los miembros de la iglesia y el resquebrajamiento de su vitalidad.53 Durante su estancia en tierras madrileñas, se convence de lo imperioso de marchar a Jauja, aunque todavía expresa temor por la altitud del lugar que presume de casi cinco mil metros, de allí que ruega al prelado Monjas que lo acompañe. Ambos hombres de fe emprenden una trayectoria bastante accidentada, ya que el frío de la cordillera andina agrava los padecimientos respiratorios de Blanco, deben marchar a caballo o a pie en ciertas zonas porque no existe un tren, y, a veces, ni encuentran estancia. El viaje será tortuoso y cansado hasta que llegan a Jauja y son recibidos afectuosamente por una comisión integrada por el religioso Eusebio Garrido y las autoridades educativas de la zona (verbigracia, el director del seminario llamado Venancio Salazar). Aunque los inicios son agridulces debido a la falta de un lugar limpio y acondicionado para alojar a un personaje de renombre y tísico, la hosquedad de las autoridades y la extrañeza que le producen los indígenas, el agustino experimentará una leve mejoría en 1902 y se esperanzará al observar que las agónicas damas limeñas, a quienes conoció a su llegada, han mejorado: Veía con admiración no sólo a Carolina, sino también a Grimanesa Quiroga completamente transformadas, gruesas, de buen semblante, sin toser ni expectorar, asistiendo frecuentemente a la Iglesia, paseando por la ciudad y causando a todos la impresión de que gozaban de completa salud. (188) 53 Monjas asevera que la obra teatral Electra (1901) de Benito Pérez Galdós (1843-1920) fue desencadenante de atentados contra las iglesias y sus miembros: desde intentos de quema de conventos hasta golpizas a los clérigos. 80 Las muestras de curación referidas se materializan porque Monjas relata que la tuberculosa Carolina Patinson, quien ya hasta se había confesado para recibir a la muerte, trocó su faz grisácea hacia una sonrosada, adquirió una lozanía inusitada y retornó sana a Lima. En contraste, Blanco García seguía todavía convaleciente y, por ello, Monjas presume que la falta de sanación se debía al tipo de rutina que mantenía su superior: no guardaba reposo durante la época de lluvias, salía todos los días a caminar sin atender al estado del clima (inclusive, en una ocasión, se quedó hasta casi medianoche a la intemperie), daba misa hasta estar convaleciente y, peor aún, “se abstraía leyendo y meditando” (202) sin reparar en su alimentación. A puertas de 1903, Monjas decidió marcharse porque creía respuesta la salud de su superior y este se había acostumbrado a la vida en Jauja: había engordado, su palidez devino en un rubor acusador de salud, caminaba sin agitarse, no expectoraba sangre ni manifestaba dolores de cabeza. Empero, en una salida para visitar a las estudiantes del colegio administrado por monjas católicas, le dio una pulmonía al exponerse a la lluvia, situación que se agravó al consumir un vomitivo demasiado fuerte para su condición; ambos hechos derivaron en la muerte del padre Blanco García. A manera de coda, resulta interesante la impresión del escritor respecto a Jauja como asidero de salud, en tanto que este, en 1909, sugirió a sus compatriotas Arturo Pons Armengol y Ramón Ortiz viajar al Perú para sanar de tisis, quienes le hicieron caso y, finalmente, se curaron. Asimismo, pese a que todavía no existía el sanatorio, no deja de llamar la atención la existencia de una construcción hospitalaria que acogía, sin distinción, enfermos peruanos y europeos provenientes de diversos estratos sociales. A los convalecientes se les sometía a una vida ordenada donde “han de observar prescripciones higiénicas sabiamente establecidas por el reglamento” (288) y conductas morales regidas por la orden de las Hermanas de San Vicente del Paul. La experiencia de este prelado nos permite establecer que las bondades curativas jaujinas eran vistas 81 de modo positivo a nivel mundial; inclusive, pese a que no se contaban con condiciones viales óptimas ni un balneario con la asistencia de médicos especialistas en tuberculosis, los enfermos seguían llegando y poniendo en riesgo su salud al tener que hacer parte del viaje de manera bastante rudimentaria (a pie o a mula, para el caso). En torno a Pedro del Pino Fajardo, este era un periodista ayacuchano que vivió en Jauja, aunque, a diferencia del agustino que repartió sus días entre el hospital y la capilla, él sí se pudo resguardar en el sanatorio Olavegoya creado exclusivamente para tuberculosos. Del mismo modo, este novelista nombró al protagonista de su obra con su nombre, aludió a personajes históricamente reales (verbigracia, el afamado médico García Rossell) y describió la jerarquía que componían la división social y racial del lugar: los soldados como internos financiados por el sistema burocrático nacional54 y la centralidad adquirida por el director, médico pasible de ser equiparado al doctor jefe del asilo psiquiátrico foucaultiano, en la medida que este diseminaba y ejercía su poder valiéndose de toda una red de vigilancia que decidía el mantenimiento o expulsión de los pacientes: García Frías en el Sanatorio no sólo es un médico con prestigio ampliamente reconocido aquí y en el extranjero. Es un organizador, un hombre que como todo científico ha ordenado desde lo que podría llamarse superfluo hasta el organismo central de su radio de acción. Todo está regulado. Diariamente se observa el estricto cumplimiento desde el más humilde trapeador hasta el más alto jefe (145) Para el literato, el doctor ejercía su dirección cual dictador, pero no porque fuese tirano sino por la 54 La presencia militar recupera la ideación del asilo como un pequeño reflejo de la sociedad donde el Estado opera cual padre protector que debe pagar para garantizar la subsistencia y salud de sus hijos; este rasgo era, en la visión de Foucault, una incorporación moderna donde el orden gubernamental validadaba la existencia de los centros psquiátricos y la necesidad del aislamiento de los elementos que potencialmente causarían contagio o desorden en el común del tejido social. Quisiéramos precisar que también en Sanatorio de Parra del Riego se alude a los integrantes del ejército sometidos a un triple orden piramidal: la organización jerárquica de la institución médica, el escalafón que suponen los grados militares y sus orígenes provincianos; empero, por temas de extensión, no abordaremos tal particularidad. 82 necesidad de aplicar un régimen estricto que trascendiese las diferencias de clase social, nivel educativo y origen étnico, pues todos lo que habitan en el Olavegoya estaban hermanados por la experiencia de la TB. Tal actuar correspondía a que se suspendía su pertenencia a lo humano y se le erigía como una figura validada por su profesión y cientificidad, al tiempo que se limitaba el libre albedrío de los pacientes, quienes se resistían al régimen y anhelaban salir a la calle para concretar sus apetitos. En otros términos, el sanatorio para tísicos funcionaba de manera semejante al protomanicomio, puesto que la libertad devenía en un bien preciado que se había perdido, en cierta forma, por la propia responsabilidad de los internos que adquirieron el mal durante sus correrías moralmente condenables y, además, se concebía necesaria la escisión del enfermo del núcleo familiar y social. En este punto, nos gustaría citar la visión primera del protagonista: Reinaba el silencio con una corte de mudos e invisibles espectros. Enormes y cuantiosos eucaliptos dábanle una sombra gigante; dábanle un aspecto bosquiano. Sombra en un bosque de misterio; misterio en un bosque de sombra. Eso es, aunque no le guste. Y se veía: al centro un cuerpo de casas estrechas; a los extremos dos grandes pabellones, como si fueran sus alas, ¡alas de cenizos murciélagos! Y al capricho, como en disfuerzo de franca y pistonuda coquetería, una y otra casucha bien puesta, un medio pabellón y… qué sé yo al fondo. (Del Pino 20) La comparación entre el Olavegoya y un presidio facilitó la inclusión de un horizonte de expectativas configurado artificialmente: la libertad, concepto que dejó de ser un derecho y se transformó, considerando lo mencionado por Foucault, en un ideal digno de ser merecido por quienes regulaban su proceder acorde al reglamento. Precisamente, tras unos trámites, Del Pino pasó al pabellón San Miguel, donde lo atendió el enfermero Pozo, quien era bastante diligente para ayudarlo con sus maletas y ofrecerle la colación del día. Este le señaló que podía usar el timbre 83 cuando desease hacer algún pedido, le ofreció la cena y le sugirió, sin que aparente ser una orden, descansar. En efecto, la voz narrativa incide en lo fundamental de acatar ese régimen nuevo55 que operaba con normas singulares y organizaba la totalidad de la vida diaria: desde los horarios de comidas hasta los momentos de esparcimiento, dado que “era el reglamento y el reglamento en el sanatorio no era como una ley de la constitución. Se cumplía” (24), en la medida que su seguimiento era destino, casi seguro, de restablecimiento. El apartado sexto titulado “Sonrisa trágica” está acompañado de una dedicatoria que reza “Al bacilo de Koch, con un furioso apretón de manos” (Del Pino 73), ya que el agente infecto se personifica, se desprende del cuerpo del convaleciente y se individualiza. A manera de respuesta a esta presentación, durante una noche silente de lectura, el narrador se siente incómodo porque un gargajo atormenta su garganta; al expulsar la excrecencia, esta revela ser la figura pequeño hombrecito que se hace llamar el Caballero de la Blanca Peste. Tal criatura se lava minuciosamente porque había caído en el tintero del enunciatario y representa, a nivel externo, el imaginario de tintes románticos que Sontag acusa sobre los tísicos: Tiene los ojos hundidos con un vago brillo. Sus orejas son grandes, transparentes y pálidas. Nariz aguda sin tumbos donde aparece claramente un perfilado hueso. Grande de boca, con un mentón de “estoy amarillento”, no tiene colores de vida, cenizo y blancuzco ya echando para muerto. Tiene un cuerpecito minúsculo, de espalda tronchada como compuesta sólo de dos omóplatos. Desmedrado de piernas chuecas, flaquísimos pies diminutos, era un Burchito recien [sic.] nacido. ¡Una cochinada! una porquería. (109-110) 55 Tal mirada disiente con la impresión de Parra del Riego, pues este recusó acomodarse a la nueva lógica normada del sanatorio. No deja de llamar la atención que Del Pino y Parra hayan sido tuberculosos y pacientes del Olavegoya que compusieron, aproximadamente en los cuarenta, dos novelas cuando todavía estaban internados. Nos es preciso recalar en la necesidad de recuperar estas escrituras compuestas desde y sobre la enfermedad, las mismas que han sido omitidas por la crítica oficial peruana que, eventualmente, menciona a los autores sin insertarlos en la dinámina de Jauja como asidero de lo milagroso, además de la conjugación propuesta y respuesta de ambos escritos, en tanto que Del Pino escribe, al parecer, para recusar la mirada pesimista y negativa que Parra del Riesgo representó en su novela. 84 El bacilo humanizado le comenta que su reino son sus pulmones, que los escupitajos son hermanos condenados a morir, que son creación divina con derecho a vida, y que no son responsables de la mortandad porque la misma humanidad se destruye a través de guerras y engaños. Igualmente, se burla de la reclusión de los pacientes en el sanatorio porque viven aislados del mundo, sin disfrutar del aire fresco ni las mieles de la libertad, al tiempo que el narrador arguye que peor pecado es no buscar tratamiento y que la máxima creación es el hombre. En esta discusión irresoluble, el personaje reniega y llama enemigo al mal materializado, el cual irónicamente lo denomina amigo, pobre diablo y le estrecha la mano con una garra pálida y enferma. Su personificación ilustra la metáfora patologizada de la tuberculosis porque esta deja de ser una mera afección que atormenta a un sujeto y se independiza, expresa con propia voz y reclama su reino de muerte, decadencia y humores pestilentes. En contraposición al imaginario plasmado anteriormente, se gesta la novela que nos ocupa, Sanatorio, la misma que cuenta con pocos estudios especializados y no ha pasado de ser una mera alusión anecdótica sobre el tropo de la TB inconexa con la tradición previa que de forma insuficiente hemos esbozado. Acerca de Carlos Parra del Riego, se refiere que fue el sexto hijo del coronel tarmeño Juan Gutiérrez de la Parra y de María Mercedes Rodríguez Gonzáles del Riego, nació en El Callao (visión que disiente del argumento consensuado que era huancaíno), fue hermano del reconocido poeta Juan Carlos Parra del Riego, cursó estudios en Tarma, Lima y Huancayo, ejerció de periodista, comerciante y político hasta contraer tisis: Entregado desde muy joven a la política y al comercio fue deportado a Bolivia donde se casó con Naty Eudara García y tuvieron dos hijos. Luego fue deportado a Argentina, país en el que vivió nueve años del periodismo y de la venta de algunos cuentos que publicaron en Lima la revista “Variedades” y el suplemento de la “La Nación” de Buenos Aires. 85 (Samaniego y Wankauki 34) Al contraer tuberculosis, fue a Tarma y, luego, se internó en el Sanatorio Olavegoya; sin embargo, su salud se hallaba bastante resquebrajada y expiró en el hospital de Huancayo llamado El Carmen el 23 de enero de 1939. Producto de su experiencia como paciente y la actividad escritural que ejerció antes, la escritora y estudiosa huancaína Isabel Córdova lo considera exponente de la literatura producida en Junín, dado que escribió Sanatorio, “con la misma fiebre de la enfermedad que lo consumía” (61),56 y un libro de cuentos titulado Por qué maté al niño.57 Nos es útil reparar en que la común opinión de la novela reposa en que fue expresión amarga al ser compuesta por un ser convaleciente, con pocas esperanzas y aislado del entorno citadino: Difícilmente pudiera concebirse un documento humano más patético. Es que está escrito con la única tinta verdaderamente ideleble [sic.], la sangre de un gran dolor. Desolado como una ruina, angustioso como un grito en la noche, no se aparta, empero, de la Piedad y de la Ternura. Es la crónica, en forma episódica, de todo lo que vió y sufrió [sic.], durante su agonía lenta, entre las paredes blancas de cal de una clínica de provincia. (Delboy 11) Sería valedero reparar en cómo, partiendo desde Sontag y Delboy, detectamos un espacio de enunciación de la tisis, donde emergió el tísico como personaje literario que reflexionaba sobre los alcances de su afección y contemplaba el mundo a través de la enfermedad. Del mismo modo, Hurtado de Ames refiere la importancia de encontrar aquellas producciones que centralicen el caso 56 Samaniego y Wankauki aluden a la existencia de lecturas que reparan en la necesidad de comparar La ciudad de los tísicos de Abraham Valdelomar y Sanatorio de nuestro novelista, ello puede ser provechoso pero es necesario recordar que el Conde de Lemos careció de experiencia vital con respecto a Parra del Riego, quien padeció la enfermedad y vivió en Jauja. 57 Emilio Delboy, en su comentario a Por qué maté al niño, refiere que varias de las producciones de Carlos Parra del Riego no se encuentran en Perú, aseveración que hemos podido comprobar porque escritos como La maldición del opio (1924), El desquite del pasado (1928), La quimera de unos ojos brujos (1928) y Cura de reposo (1929) no se hallan en el repositorio de la Biblioteca Nacional del Perú, pero sí en el archivo de la Ibero-Amerikanisches Institut localizado en Alemania. Adicionalmente, su producción está diseminada en revistas de época y archivos personales, lo cual explica, probablemente, los escasos análisis sobre este autor. 86 del tebeciano, tal como se podría hacer con el eje de la literatura de Junín y la experiencia foránea que vivencia el devenir en Jauja. En atención a dicha experiencia, Parra del Riego escribió el relato “Ese pobre Villar”, perteneciente a su colección de cuentos Porqué maté al niño, donde la figura central es un convaleciente limeño y presunto hombre de mar llamado Villar, quien se yergue sobre otros tísicos como el italiano Monetti, quejoso y rabioso al ser consciente del avance del mal. El primero, en contraposición al segundo, es alegre, cuentero y, salvo su delgadez, no parece advertirse el progreso de su enfermedad; a su vez, se le califica de “Sheherazade masculino, de una fantasía incomparable” (117) porque relataba historias exóticas, engrandecía sus sueños y se presentaba siempre risueño hasta su postración que, para sorpresa de sus congéneres, dejó traslucir su tristeza por estar alejado del terruño: “Esta vez creo que de veras se acerca la Pelada. No moriré por la tuberculosis; me mata la ausencia del mar. Estas montañas me aplastan” (119). La cohabitación con la muerte, la canalización de las contradicciones entre un furor vivaz plasmado en el afán de contar y un apagamiento pesimista por el aislamiento componen el lado fáctico metafórico tuberculoso, en la medida que se hermanan oposiciones y el balneario representa los conflictos intestinos del Perú. Atendiendo lo medular de la experiencia del tísico en Jauja, la relevancia de una vida reglamentada al interior del sanatorio, el tránsito entre el refulgir de la consunción y el espectro decadente de la tisis, los regímenes de poder que circundan la instalación de una clínica moderna y la narración desde el yo novelesca, daremos cuenta de nuestro análisis de Sanatorio a través de la mirada del protagonista Fernández, cuyo origen se engarza con la existencia de una élite limeña racista que se resiste al micropoder institucional que busca homogeneizar y regularizar mediante el acatamiento de una serie de normas y una maraña de vigilancia. 87 CAPÍTULO TRES: LA METÁFORA DISCIPLINAR EN SANATORIO DESDE LA TUBERCULOSIS En una de las entrevistas realizadas al reconocido escritor Edgardo Rivera Martínez (1933- 2018),58 este manifestó que la inspiración para País de Jauja (1993) se hallaba enlazada con el recorrido histórico de la mentada provincia: la ausencia de latifundistas permitió que no exista el mismo grado de explotación por parte de un sector terrateniente hacia la población local como sucedió en el Sur del Perú, y la edificación del Olavegoya posibilitó el arribo de tuberculosos provenientes de diversas latitudes y sectores económicos. Justamente, al ampliar el segundo punto, el ensayista resaltó las composiciones Sanatorio de Parra del Riego y la biografía escrita por Manuel Monjas que “retratan el mundo de los enfermos” (1) y la incrustación de voces no jaujinas dentro de la localidad. El aserto anterior nos es fundamental porque resalta la permanencia de la obra de Parra del Riego hacia el siglo XXI, pese a que la crítica especializada no ha reparado en la construcción del sanatorio en sí mismo cual motivo literario y un espacio desde el que varios artistas, tal como anotamos en el capítulo anterior, se inspiraron para generar una especie de escritura mórbida refrendada por su experiencia personal. Probablemente, el desplazamiento de tal conjunto de escritos surja porque se plantea la duda acerca de qué literatura es considerada dentro de los parámetros de lo entendido como lo nacional y lo local. Ello se evidencia en los estudios de Manuel Baquerizo acerca de la literatura de Junín, dado que este privilegió la filiación (lugar de nacimiento) antes que la afiliación (los temas desarrollados, por ejemplo), visión que no es nueva 58 Rivera Martínez alcanzó mayor reconocimiento con la publicación de País de Jauja, novela monumental considerada entre las diez mejores publicaciones literarias de los años noventa por la revista Debate. A su vez, el célebre jaujino trazó una historia de su provincia desde la época prehispánica hasta los inicios del XX en Imagen de Jauja (1543-1880) (1967) donde incidió en la singularidad de las etnias centroandinas, el devenir histórico de la otrora capital colonial y, parcialmente, en su clima bondadoso. 88 porque se suele establecer, en los estudios literarios, un lazo casi natural entre el espacio donde se nace y la representación ficcional que se hace. Empero, la ideación previa resulta problemática porque existe un conjunto de textos focalizados el sanatorio Olavegoya, ya sea como lugar de paso afamado por las bondades del clima jaujino o por significar la posibilidad de sanación en un entorno donde no existía un tratamiento efectivo para combatir la tuberculosis. Sin profundizar o catalogar las ficciones respecto a la TB, Baquerizo, la investigadora Isabel Gálvez y el historiador Hurtado Ames, cuyos trabajos han sido abordados en los dos capítulos precedentes, señalan una posible vía de estudio que centralice la experiencia de padecer tisis en los Andes centrales; empero, los posteriores analistas no han buscado trazar la ruta de tales composiciones y han repetido lugares comunes como la apelación a La ciudad de los tísicos de Abraham Valdelomar, quien ni siquiera visitó la provincia, o la creencia de que fue un evento episódico y sin mayores conexiones.59 Pese a la carencia de trabajos comparativos o panorámicos, podemos recalar, concentrándonos en las reseñas del segundo apartado, en una tipología sobre las miradas foráneas concebidas desde el testimonio del viajero o el paciente del Olavegoya, y la alusión constante del tuberculoso a manera de personaje naturalizado dentro del paisaje (Hurtado Ames, “La ciudad sanatorio”). En torno a los viajeros e internos, el tradicionista chileno Manuel Concha, el padre español Blanco García y los peruanos Del Pino Fajardo y Parra del Riego, quienes acudieron movidos por la fama curativa del clima jaujino, relataron sus impresiones –exceptuando al agustino, cuya vida es relatada por el prelado Monjas– desde la focalización en la primera persona 59 José Neyra, en Imágenes históricas de la medicina peruana, le da voz al Olavegoya y expresa su disenso parcial en torno a la centralidad de La ciudad de los tísicos porque “la novela de Valdelomar apareció en 1911 y a mí me inauguraron recién en 1921. Luego el escritor habla de la nieve que cae, y nunca nieva en Jauja y de los zapatitos de charol de los niños de ese pueblo y bueno… En Jauja no hay zapatitos de charol sino unos zapatones hechos en Julcán, Masma y Pancán” (88). 89 y el conocimiento directo. Curiosamente, las dos primeras voces mencionan que la fama de Jauja había trascendido la escena peruana y reverberaba en el resto del orbe, sobre todo en aquellos que no contaban con el peculio suficiente para retirarse a los Alpes suizos. Así, sería idóneo trazar un mapa de la evolución de las propias figuraciones acerca de Jauja y su devenir histórico-literario en la escena mundial: Concha desdeña la teoría climatológica y expresa un resentimiento hacia Jauja porque su sobrino, al parecer, falleció viviendo allí cuando no existía el centro especializado; el cura Blanco llegó cuando no existía un tren directo y su tránsito da cuenta de un paisaje gélido y adverso hasta arribar a su destino, que no le es tan grato al inicio. Las voces de ambos extranjeros modulan una fijación contradictoria porque las expectativas no son colmadas por la realidad, aunque luego, al menos en la historia del prelado Monjas, sí prevalece la noción de que la tisis remite ante el oxígeno escaso y la sequedad del aire. Asimismo, las experiencias de Concha y Blanco se dan desde fines del XIX hasta inicios del XX, pero el reconocimiento atmosférico de la provincia fue perenne hasta antes del uso de la estreptomicina en 1946. Por tanto, en la estela del capítulo dos, la visita de la corresponsal norteamericana Julia MacLean nos puede ser útil para insistir en un tipo de literatura que se produce desde plumas extranjeras y que personifica Jauja, además de resaltar el viaje ya no tan tortuoso debido al tren, elemento de modernidad. La apelación al tren resulta interesante porque se puede rastrear al principio de las novelas de Parra y Del Pino, quienes construyeron el tropo del peregrino impedido de echar raíces: la capital los rechaza porque su enfermedad representa una potencia contaminante capaz de producir muerte, y están imposibilitados de mimetizarse con el entorno jaujino al vivir recluidos en un centro, donde deben acomodarse a un régimen restrictivo del manejo de su libertad. Por eso, son doblemente otros los narradores: la ajenidad de lo macilento la aleja de su familiaridad y la extrañeza del foráneo los signa como aquellos que están de paso. 90 La apertura novelesca de una narración que empieza con el pasajero a punto de descender en la estación jaujina se ubica en el relato del yo de quienes no son locales, pero también puede formar parte de la constelación escritural del tuberculoso como protagonista o parte del paisaje, pues la presencia de enfermos por más de medio siglo generó que los autores de Junín los retraten e incorporen dentro de sus constructos, con lo que se produjo una subcultura (Armus) donde los afectos, motivos y tópicos trataron, ya sea por vía directa o indirecta, la tuberculosis.60 Entonces, las estampas y notas de Pedro S. Monge, Ernesto Bonilla del Valle y Clodoaldo Espinosa afianzan un escenario donde los tísicos transitan por la comunidad: compran en las ferias, pasean cerca al tren, participan de las celebraciones; a su vez, su incrustación reitera un temor que no termina de aflorar del todo: el contagio y, por extensión, la conformación de una ciudad con visos contaminantes (Hurtado Ames, “La ciudad sanatorio”). Vale rememorar las advertencias del enunciador en Estampas de Jauja de Monge, el cual insiste en que los pulmones se pueden dañar por la costumbre de los estudiantes de golpearse la espalda, refiere la conexión de Jauja con todo indicio de malestar en el sistema respiratorio porque se ha asentado una suerte de negatividad sobre la ciudad. En sintonía, los relatos de Bonilla y Espinosa enfatizaron que los mismos lugareños establecían nexos entre cualquier asomo de apatía o debilidad con la tisis, además de la opinión general de que Jauja era “una de las ciudades más tuberculosas del Perú” (Espinosa 493) por la afluencia incesante de pacientes. Ergo, podemos constatar la existencia de una subcultura respecto de la TB anclada en el temor perenne del contagio, la conciencia de los pulmones como un órgano crucial a punto de ser dañado y la 60 No fueron exclusivamente los nacidos en Junín; también, los limenses, aunque careciesen de experiencia en los Andes Centrales, contribuían a reafirmar el imaginario de Jauja cual espacio curativo. Manuel Bedoya y Octavio Espinoza apelaron a personajes de clase alta que viajaban al interior del Ande para restablecerse, pero se nota la falta de práctica vital porque no describen el paisaje e incurren en la idealización de un entorno rico, armónico y sibarita, lo cual no se condice plenamente con la realidad. 91 inclusión de los enfermos en la ambientación. Las dos líneas esbozadas (el yo enfermo narrador y el tísico cual tipo literario en Jauja) se materializan en Sanatorio de Parra del Riego61. La novela posee treintaitrés capítulos divididos en dos secciones: los cinco primeros apartados se abocan a la llegada y desenvolvimiento del personaje central llamado Fernández, quien se instala como paciente y explica el proceso de su reconocimiento médico; la segunda parte se denomina “Retratos” y se compone de veintiocho estampas independientes y rotuladas de manera descriptiva (se mencionan a otros asilados y eventos que acaecen en la vida interna del sanatorio). Este binomio crea “un poco con sangre y otro poco con tinta” (Neyra, Imágenes históricas 85) con miras a delinear la vida en un estadio intersticial y contradictorio: el narrador dividido entre la salud y la enfermedad, alejado de su terruño, aislado del nuevo espacio circundante, y afectado por la tuberculosis que ya, de por sí, suponía una manera de ver/experimentar el ámbito desde la puesta en relación de los contrarios. A continuación, nos concentraremos en cómo la tuberculosis modula el transcurrir y la percepción del yo del protagonista a partir de la constitución de una metáfora, en términos de Sontag, que comprende la cercanía con la creatividad, la externalización sígnica del mal, el aislamiento respecto a los pares y la conjunción de nociones opuestas (vida y muerte, por ejemplo). Asimismo, en el sentido foucaultiano, aludiremos a la dispersión de la mirada vigilante en una retícula que reproduce el poder médico en diversas figuras menores que laboran en el Olavegoya. Luego, incidiremos en las medidas disciplinares que supone el régimen de aislamiento, en contraste con el acaecer del paciente, quien se resiste a su reclusión y a la internalización de la 61 Lo mismo sucede con Sanatorio al desnudo de Pedro del Pino Fajardo, así que valdría la pena hacer una lectura comparativa porque ambas novelas comparten temas extratextuales ya mencionados en la sección segunda; verbigracia, los autores son limeños, pacientes y llevan una especie de diario consigo. La equiparación ya ha sido advertida antes en los registros periodísticos a propósito del COVID-19: el comentarista Bethoven Medina alude a una literatura de la enfermedad en Jauja porque Parra y Del Pino “padecieron la enfermedad y dejaron testimonio de su paso” (11), pero esto se ha quedado en el terreno de la pura mención. 92 norma, puesto que piensa constantemente en su libertad y en su propio querer. Ambos posicionamientos, el de la metáfora y la multiplicidad vigilante, nos permitirán postular la presencia de un poder médico, y ya no del médico, vuelto efectivo por los diversos trabajadores que conforman el sanatorio; justamente, es ese poder diseminado en un retícula de vigilancia el que busca mediatizar y controlar las diversas esferas que constituyen la vida de Fernández, quien, al resistirse a ser cuantificado y reducido al carácter de mero paciente, acabará a puertas de lo que tanto temía: la muerte. 3.1: El paciente Fernández entre la consunción y la tisis El yo que narra en Sanatorio se llama Fernández e inicia su historia in medias res (no se da cuenta de la adquisición de la enfermedad ni se ubica ya en la institución médica) al presentarse como un sujeto en tránsito. Este modo de existencia se enlaza con la configuración del espacio circundante y asigna una manera de comprender y valorar aquello que rodea al sujeto; vale rememorar que la metáfora, en términos del retórico Arduini, no es un mero tropo literario sino una figura que ayuda a organizar el mundo a nivel material y valorativo: son los “lentes” con los que se filtran las ideas y sensaciones provenientes de fuera que permiten trazar una cartografía al sujeto para saber cuál es el lugar donde acaece y valora su existencia. Para el caso de Fernández, a nivel efectivo, este despliega una serie de actos basados en su sensación de soledad y “como perdido al término del viaje” (Parra 9), en tanto que reconoce su trayectoria desde la singularidad con respecto a los otros pasajeros y puede delinear una serie de diferencias en el ámbito performativo y emocional:62 En el andén se apretuja un gentío heterogéneo y pinturero … La gente huele a perro 62 Saberse fuera del lugar habitual no es una asunción novedosa en el recuento de los tísicos, en tanto que estos tenían que sustraerse a la rutina de sus vidas en la urbe con miras a instalarse en un lugar montañoso, distante, aislado y con concidiones climáticas que ayuden a la remisión del mal (Armus). 93 mojado, y de las bodegas se escapa un tufo de mercaderías indígenas que ofende al olfato no acostumbrado. Se habla a gritos. El conductor del tren ensaya la pitada que anunciará la partida … Avanzo con dificultad, librándome como puedo de los empellones de aquella gente apresurada, sin urgencia, que va de un lado a otro, buscando sin buscar, sabe Dios qué cosas. Me siento tan cansado, que apenas puedo con mis pies. (Parra 10) Con respecto a lo performativo, él está sentado y no puede caminar por el cansancio, su avance es lento frente al de la gente que marcha con premura y sin objetivo definido, mientras que él se desplaza con un objetivo específico (acudir al sanatorio). La materialización de su soledad se incrementa si atendemos a las apreciaciones emocionales emitidas desde el principio: es consciente de su singularidad y la defiende contra un conjunto de personas que no le es grata ni reconoce desde la igualdad. Afirmamos esto porque se evidencia una mirada racista y un tono despectivo al trazar una frontera entre el yo y los demás: “gentío”, “perro mojado”, “mercaderías indígenas”, “ofende el olfato” y “empellones” inauguran un estadio donde reafirma que no es indígena ni forma parte de una heterogeneidad que, en cierta forma, hiede y se acerca a lo animal (la equiparación con el perro). Por tanto, durante su llegada, Fernández y sus aseveraciones construyen su autofiguración desde el origen racial (sojuzga a quienes son indígenas) y de clase (el olor variopinto de las mercancías le disgusta). Dicha oposición entre él y los demás adquiere mayor relevancia porque Fernández no es cualquier viajero sino uno que ha emprendido su travesía marcada por el temor a morir: “Nadie me espera. No es la primera estación donde nadie aguarda mi llegada. Pero, ¿no será ésta [sic.] la última, la definitiva?” (Parra 9). El componente de la proximidad con el fallecimiento le otorga un estatuto distinto, puesto que no marcha por divertimento o curiosidad sino impulsado por la necesidad forzosa de sanación, es una ruta hecha sobre la base de una pérdida y la persecución de 94 una ganancia: la salud emerge como fin primordial que se va perdiendo progresivamente y su avance debe detenerse porque el enfermo está inmerso en una batalla contra el tiempo, de allí que Jauja sea concebido como lugar de paso y promesa milagrosa. La contigüidad con la muerte que se planea conjurar internándose en un territorio generalmente desconocido se enlaza con la configuración metafórica propuesta por Susan Sontag, ya que el espacio circundante aprehendido desde la peste blanca presupone la cohesión de los opuestos vida y muerte, o salud y enfermedad en el devenir del enfermo, cuyo cuerpo es concebido cual signo viviente que acusa y carnaliza el mal bajo la mirada de los demás, quienes se presuponen sanos. En tal forma, el narrador es un signo móvil que exterioriza y hace palpable la tisis a través de su fisonomía y corporeidad porque los lugareños, al observarlo detenidamente, lo clasifican, tasan valorativamente y predicen el porqué de su arribo. En efecto, luego de retirarse de la estación ferroviaria, Fernández se siente confundido al no saber a dónde dirigirse hasta que un grupo de niños, acostumbrados a cargar las maletas de los turistas recién llegados,63 le ofrecen sus servicios a cambio de unas monedas y decodifican su catadura: A todo esto los chicos que portan mi equipaje me interrogan a grito pelado. Quieren saber a dónde iré. –¿Al hotel, sior? [sic.] 63 La normalización de esta labor infantil es realizada, sobre todo, por niños huérfanos empobrecidos que, a su vez, han migrado desde sus centros poblados hacia zonas mineras de Junín atraídos por el auge económico de esos años y el advenimiento de viajeros producto de la modernidad (el tren). Basta rememorar la novela El retoño (1950) del jaujino Julián Huanay (1907-1969), cuyo protagonista es el menor de doce años Juanito Rumi, quien busca marchar a Lima para poder trabajar y acceder al sueño del progreso. A mitad de su camino, descubre, animado por otros niños trabajadores, que puede fungir de cargador: “Vi pasar, arrastrando una enorme maleta, a un chiquillo que tenía la cara congestionada por el esfuerzo. Tras de él caminaba un gringo, de porte atlético, llevando un finísimo impermeable en el brazo. Sólo entonces me acordé que tenía que trabajar y, al instante, corrí en busca de bultos y maletas que transportar.” (29-30) Cabría resaltar que podemos comparar dos tipos de migrancia hacia los cuarenta: los que vienen desde Lima y el extranjero urgidos por la explosión minera (La Oroya y Morococha) y la promesa de sanidad (Jauja), en contraste con los que se van de la zona debido a la pobreza en que están inmersos. Evidentemente, este tópico no forma parte de nuestros intereses para fines de la tesis, pero sería idóneo pensar la migración no solo hacia la capital sino también a la inversa. 95 -Uno, más avisado que los otros, al ver mi rostro y mis ademanes cansados, responde, por su cuenta: –Al Sanatorio… Asiento con la cabeza. Debemos hacer el recorrido a pie, pues no se encuentra un automóvil disponible. (Parra 10) El hecho de que uno de los niños, sin que él se lo diga, lo reconozca como tebeciano y carente de lazos familiares o cercanos a Jauja (indican que se dirige al sanatorio) sirve para apuntalar la noción de que la TB dota de una existencia distinta a los enfermos, dado que estos hacen visible el mal a la mirada de los sanos. Asimismo, la TB carecía de cura y el tratamiento imperante se configuraba acorde a los lineamientos climatológicos de la escuela francesa: alejarse del ruido citadino, vivir en las montañas, abandonar la familia y acomodarse a las estrictas normas del sanatorio. Por tanto, Fernández se descubre diferente y es tratado como tal, ya sea por el gentío curioso que rodeaba el tren a su arribo o por los primeros seres con que interactúa (los niños); de ese modo, su rostro agotado y caminar pausado son signos que, pese a él considerarse superior a nivel racial y económico, lo regresan al campo de la otredad. La metáfora de la TB posibilita el trazado de la frontera entre el otro mórbido externo (el viajero) y el nosotros sano interno (los lugareños), de allí que se narre asumiendo una ajenidad doble por origen geográfico (Fernández no es de Jauja) y corporal (él porta el bacilo). La doble diferencia inscrita en el protagonista nos permite acceder al mundo de contrariedades que conlleva la tuberculosis al delimitar la singularidad de nuestro protagonista desde la mirada de él mismo y la de los otros: en su percepción, no es un indígena oloroso, ruidoso ni apurado; en contraste, para quienes forman parte de la zona desconocida todavía para Fernández, es un cuerpo lento y débil que debe recluirse. Es decir, así se sienta proveniente de una clase dominante y superior 96 constitutivamente (el origen racial) y materialmente (un señorito limeño), Fernández es columbrado como una corporeidad móvil que puede contaminar a los otros sanos. 64 La otredad de la voz narrativa se incrementa con la desazón que, en la percepción de Fernández, negativiza el escenario geográfico sin que se haya siquiera habituado al paisaje, puesto que no solo la premura de los niños cargueros le es adversa, sino también el mismo terreno parece recusar su presencia: “mis piernas renqueantes encuentran obstáculos fatigosos en las piedras y en los desniveles” (Parra 11). La constatación de que la distribución de los espacios en Jauja le genera cansancio se halla continuamente modulada por la debilidad física que presupone, rememorando lo dicho por Sontag y Armus, el cuerpo macilento del tísico: el agotamiento es indicio de unos pulmones afectados, de allí que el protagonista ya se halle dispuesto a sojuzgar el Olavegoya porque el camino le ratifica su otredad corporal (los niños reprimen, a duras penas, la molestia que les causa su lentitud). La trayectoria demandante por el esfuerzo físico empleado termina calando en la contemplación del sanatorio como un espacio contradictorio en sí mismo: desde lejos simula ser “una galería iluminada, sobre la cual se abren numerosas ventanas … lo que contribuye a darle un aspecto veraniego” (Parra 11) y suscita la impresión de ser “residencia veraniega de gente alegre” (Parra 11). La asociación de lo lumínico con el verano y la positividad de carácter nos lleva, de inmediato, a las tesis higienistas que sostenían la necesidad de mantener oreados e iluminados los lugares donde residían los pacientes, puesto que la luz era signo de la circulación del aire y el rechazo de las miasmas acumuladas; así, Fernández avizora un potencial enclave que evada la otredad asignada por los lugareños y el terreno. Mas tal impresión es pasajera porque pronto ese aislamiento con respecto al centro de la 64 Posteriormente, abordaremos el racismo porque este construye discursivamente la resistencia del narrador al sistema disciplinario que supone estar internado en el sanatorio. 97 ciudad y la iluminación se trastocarán en un entorno más hostil y lóbrego que ni siquiera lo ha incorporado como un paciente: la excesiva luz es desplazada por un “silencio imponente” (Parra 12) que incrementa su sordera, en la supuesta residencia apacible no hay ni una silla para el extenuado viajero, lo festivo es reemplazo por los muebles y las edificaciones lóbregas del sanatorio: “un Corazón de Jesús muestra, con un dedo mutilado, la sagrada víscera” (Parra 12). La ideación del cuerpo divino sangrante y expuesto desde sus entrañas es el anuncio de esa nueva vida dolorosa donde el componente religioso (la participación de las monjas) juega un rol importante en la administración de las camas y el tratamiento. Así, surge una puesta de contrariedades a rededor del mismo sanatorio: la inicial promesa de vida alegre se subsume al locus de muerte sombrío manifestado en la ausencia de alegría y las vísceras visibles de Cristo, el pensar que sería parte del sanatorio se diluye cuando no le ofrecen descanso, comida (le indican que ha llegado tarde cuando indaga por cena) y, más aún, le piden su documentación para constatar que es interno. En sintonía con el juego de oposiciones, no debemos omitir que Fernández transita entre los imaginarios de la consunción y de la TB a secas. Es pertinente recordar que Sontag indica que el desconocimiento de la causa específica de la tuberculosis provocaba una estetización que ultrasensibiliza a sus portadores al presuponer un desbalance entre la cáscara física y la grandeza de los sentimientos: los genios no soportaban la enormidad de sus ideas, los amantes eran sobrepasados por el furor de sus pasiones, las mujeres lidiaban con una belleza ultraterrena, y los santos eran sometidos por arrebatos místicos sin par. De tal forma, la decadencia corporal de una afección superior circunscrita a los pulmones era valorada positivamente desde el campo del arte y se nombraba consunción a la afección que revestía de un aura particular y elevada a los estertores y ataques de tos: el tísico no debía ser visto con aversión, sino con admiración porque su 98 padecimiento estaba anclado en una individualidad propia del campo del arte. Basándonos en esta reflexión, el protagonista evoca los presuntos orígenes de su afección mediante el recorrido de los tres estadios de su vida (niñez, juventud y adultez) caracterizados por una sed de conocimiento constitutiva y permanente a lo largo de sus años: ¿Quién es este hermoso rapaz que avanza, camino del colegio, deteniéndose con viva atención en los escaparates de las librerías? Lleva la gorrita indolentemente ladeada hacia la izquierda, al hombro los libros, en una mochila que el tiempo ha pulido, y su paso es nervioso y ligero. En sus ojos, no muy grandes, arde la llama de una insaciable curiosidad. Este niño, instintivamente, ama la belleza. (Parra 20) La autoimagen del niño anhelante de saber, dado a la distracción intelectual por una vivacidad que la escuela no contiene y su originalidad asombrosa “demasiado ardiente” (Parra 21) acusan un temperamento casi genial que, si seguimos la noción de consunción, lo acerca al mal de los espíritus selectos. Al superar la primera infancia, la prevalencia del amor por los libros se transfigura en una exaltación de sentimientos que lo orillan hacia los cultos religiosos de “una mística sublime” (Parra 22) y, luego, en la adolescencia lo llevan a pensar el amor desde la pureza y la libre asociación con componentes de la naturaleza: su primera amada tiene “los ojos de terciopelo” (Parra 23) y él la contempla con el arrobo digno de la adoración dirigida a los dioses. El derrotero de un Fernández excepcional que muestra visos de una superioridad anclada en el intelecto y sensibilidad se ven irrumpidos cuando abandona la adolescencia porque ansioso “de experiencias y de conocimientos, de curiosidades y de deseos” (Parra 24) busca transitar por todos los senderos y acaba trocándose la consunción en la amarga tuberculosis: Toda vida humana es una obra de arte cuyo perfeccionamiento nos corresponde. Y, ¿qué he hecho yo de mi vida, Dios mío? La he malgastado “en el placer que cura sólo un 99 instante”, sin apartarle las enseñanzas “del Dolor que dura toda la vida”. Por primera vez las aguas amargas del dolor lavan mi corazón de su imperdonable frivolidad. Pero ¡ya es tarde! Así lo comprendo. Y lloro calladamente, sin vergüenza de mis lágrimas viriles, sobre las ruinas desoladas de mi vida. (Parra 24) La representación de la vida cual camino que se desgasta implica, indefectiblemente, el arrostrar la salud hasta expeler la visión extática del arte hacia el mundanal terreno de la TB y el campo de las dolencias visibles: cuerpo macilento, respiración entrecortada, humores infectos y un “frío mortal que congela el sudor en mi [su] frente acalenturada” (Parra 25). Estas marcas, entonces, componen el producto de una vida de excesos, descontrolada y sancionable moralmente, de allí que el padecimiento no sea visto a partir del contagio repentino ni una irrupción en la vida del individuo, pues él mismo trazó un sendero desordenado al dejar que la imaginación por mundos fantasiosos, su delectación en la lectura, la religiosidad anclada en los ritos sacros y la práctica escritural sean desplazadas por la consumación de los apetitos de su bajo vientre. En otras palabras, en Fernández, la TB no se adquiere por contagio ni irrumpe violentamente en una trayectoria idílica elevada sobre el común de los mortales, sino por una vulgarización que su espíritu ha experimentado. El mal es apuntalado como una traición a él mismo, en tanto que ha desplazado una existencia de dos edades (niñez y adolescencia) enraizadas en asociaciones estéticas (literatura y belleza) que lo conducían a contemplar el mundo desde una transfiguración espiritual. Aunque las dos primeras edades no cesaban de evocar los signos de la consunción cual regalo de la divinidad, la tercera aparece como una falla condenatoria: Fui sólo un hedonista atento al goce inmediato, peregrino de las sendas fáciles, pasajero de todas las posadas del amor sin amor … Yo he dormido al pie del abismo, sin hacer cuenta de él. Yo he sido el joven inadvertido y confiado, el hombre que sueña con los ojos abiertos 100 sin querer despertar. Y el despertar, al fin, ha sido tan violento, que he rodado al abismo; un tal abismo del que no es posible salir sin magulladuras incurables. (Parra 20) Así, el padecer peste blanca en Fernández no obedece, si seguimos el sentido de la cita anterior, a la teoría del contagio alemana que preconizaba la transmisión por la aspiración o contacto con partículas de saliva contaminada, a una condición hereditaria o, mucho menos, a las condiciones de precariedad plasmadas en una vivienda hacinada, habitaciones de aires miasmáticos y carentes de iluminación, horarios extenuantes y a una escasa alimentación que enfrentaban obreros o campesinos.65 Todo lo contrario, la tisis es el resultado de una cadena de eventos infaustos sostenida por las malas decisiones del narrador personaje, pues exclusivamente él ha buscado el goce efectista sin reparar en los peligros que ello sostenía y ha aprovechado su condición acomodada para saciar sus deseos. De hecho, la falta de certezas sobre las formas reales de contagio y su curación posibilitan que se traslade cierta responsabilidad al individuo al concebir su vida como la metáfora de un camino recorrido en que la conservación de la salud está siempre en estado precario y amenazada por los quehaceres inmorales desde el orden burgués (rememoremos la limpieza y morigeración de las pasiones que tratamos en el primer capítulo). He allí el origen del abismo por el que dice rodar el narrador, al cual nadie sino él mismo se ha orillado; ergo, la TB puede aprehender la conjunción de dos imaginarios contrapuestos: la consunción marca la proximidad divina y sentido selecto de quienes la poseen, pero es contigua con la mortalidad pestilente que denuncia un hato de conductas punibles desde la moral. La capacidad de sintonizar contrarios y la carencia de certezas definitivas sobre cómo se 65 La historiadora Katherine Ott refiere que, desde el XIX, se avirozaba la emergencia de la TB debido a una “susceptibility originated in injuries to the chest, pneumonia, cold, measles, or other ailments, as well as with starvation, fatigue, and exposure to unfavorable environmental conditions such as foul air and insufficient light” (19), lo cual se maximizaba con la sobrecarga laboral y magros salarios que la clase trabajadora detentaba. 101 adquiría el mal, pese a que la primera mitad del siglo XX estuvo marcada por la expansión acelerada de descubrimientos científicos y la competencia para dar con un tratamiento adecuado, produjeron una suerte de halo misterioso a rededor del padecimiento. En efecto, la metáfora tuberculosa convoca una carnalidad apreciable en la corporeidad del paciente, el cual se desgasta, respira con dificultad, baja de peso y es rodeado por una palidez espectral que, paradójicamente, a veces se decora de una tenacidad, arrebatos de alegría y un rubor vivaz. Lo último cobra relevancia porque se asumía que el tísico podía santificarse (Sontag) o entregarse a prácticas consideradas perversas orientadas a la exacerbación de su sexualidad como la promiscuidad o masturbación (Armus). Fernández, por tanto, se nos devela como un individuo que ya había trazado un sendero singular desde antes de arribar a Jauja, dado que se ha opuesto a los designios de su vida encaminada a la contemplación estética y la delectación en los libros. Es más, reconoce que ha sido imprudente y no ha sabido preservar su existencia a manera de “obra de arte cuyo perfeccionamiento nos corresponde” (Parra 23) al haberse distanciado del culto religioso, el aprendizaje sosegado y los amores inocuos. Su otredad ha sido, con esto, anunciada desde la adolescencia a la adultez cuando anhelaba la extremación de la experiencia por su “sed de experiencias y de conocimientos, de curiosidades y de deseos” (Parra 23), con lo que se alejó de la genialidad abstracta de los artistas para transfigurarse en un sibarita de la carnalidad. En específico, lo sensorial lo ha llevado al estado de postración en que se halla sumergido. A esta otredad marcada por elección propia al escindirse del trayecto burgués higiénico y moderado se le aúna la ajenidad dotada por Jauja: es un foráneo demasiado débil para transitar por el campo agreste, un número más para un sanatorio que no le otorga nombre, y el marcado por una enfermedad que no se comprendía a cabalidad. En efecto, Fernández habita y canaliza las 102 contradicciones metafóricas que suponía la tisis: de la consunción mística y ultraterrena fue arrojado a la tisis infecta y carnal, de la comodidad urbana se vio orillado a la vida en el sanatorio que lo recluye, y de su juventud rebosante acabó siendo una corporeidad endeble, capaz de ser superada por niños. Empero, no se somete a la ajenidad signada por su ser externo y el mal, pues persiste, aun a costa de granjearse la animadversión de los médicos y las monjas, en la inclusión de su trayectoria personal y de sus deseos ya siendo paciente del Olavegoya, lo cual reitera su ser paradójico y hasta individual en medio de un tipo de existencia que le demandaba ajustarse a una lógica disciplinar constantemente puesta a prueba por los profesionales de la salud y las religiosas. Nos es útil, antes de abordar los desencuentros y reorganizaciones, recurrir al repositorio de miradas diseminadas que vigilan y sostienen las dinámicas del balneario. 3.2: La retícula de la vigilancia: el sanatorio Olavegoya La instalación del periodista Fernández en el sanatorio jaujino nos permite repasar los fundamentos de la clínica psiquiátrica que Michel Foucault aborda desde el cambio dieciochesco alentado por el discurso de la modernidad, en la medida que “En nombre de la medicina se inspeccionaba cómo estaban instaladas las casas, pero también en su nombre se catalogaba a un loco, a un criminal, a un enfermo” (Microfísica del poder 110). El ejercicio de catalogar es primordial porque no solo se trata de diferenciar sanos de enfermos sino, principalmente, de ingresar a una lógica burocrática donde lo que antes era furor de locura, enfermedad incurable o vesania criminal se trastocaba en alteraciones que detentaban una racionalidad pasible de ser interpretada por el especialista (desde el jurista hasta el galeno). En tal sentido, el régimen del Olavegoya se inserta en el siglo XX peruano desde el reconocimiento burocrático del macilento y un protocolo de atención asignado. El primer paso se erige sobre la anulación de la singularidad al sustraer al enfermo de su 103 ser individual y, pensando en el asilo psiquiátrico, transformarlo en un interno que se despersonaliza y pasa a formar parte de un todo. Es esto lo que perturba a nuestro protagonista desde su arribo, en la medida que se lamenta porque nadie lo espera y, al llegar, ni siquiera se le llama por su nombre o acoge cálidamente; más bien, se le pide que espere y, luego, una monja indica “No nos han dado aviso de Lima. Tendrá que aguardar un momento mientras arreglan la habitación” (Parra 12). La importancia de verificar la documentación que lo acredite como paciente y la incapacidad de alojarlo en cualquier lugar (Fernández resiente que no haya mobiliario para que se siente) corresponden a la orquestación arquitectónica del Olavegoya: cada interno tiene un espacio asignado, no pueden desplazarse por donde deseen y su reconocimiento implica que adquieren el estatuto de afectado. La condición de TB ya no es calificada de genialidad o arrebato romántico; en contraste, un enfermo es un cuerpo puesto a colocar en el receptáculo del balneario, es una cifra más y una cama qué ocupar, ello es lo que incomoda a Fernández, quien, como hemos visto previamente, asocia su mal con la imagen de la consunción y evoca la TB a manera de destino que él se ha granjeado a través de sus acciones. Al acto inaugural de despojarlo del yo, de evitar el llamarlo por su nombre y traducirlo en un componente perteneciente al Olavegoya se le añade la verificación de que su corporeidad ha dejado de ser exclusivamente suya, pues pertenece, en cierta forma, al conjunto de especialistas y trabajadores del asilo. Incidimos en esta instrumentalización al traer a colación la escena del monarca británico Jorge III, un orate que, al haber arrojado heces a su médico de cabecera, será cargado, desnudado y aseado por uno de sus sirvientes. En dichas acciones, Foucault encuentra una manera novedosa de ejercer el poder porque se abandona la centralidad regia que suponía estar enraizado en una línea nobiliaria y centralizado en un individuo que actuaba a voluntad; en cambio, los quehaceres del paje son silenciosos, continuos y orquestados bajo una lógica aséptica y 104 distribución del poder en una red de servidores y superiores que garantizan el funcionamiento del engranaje completo: se recluye y asea al monarca porque sus excretas y violencia perturban el transcurrir del orden cotidiano. Esa capacidad distributiva del poder a través de una serie de servidores también se mantiene en la configuración de nuestro sanatorio, en la medida que un enfermero lo recibe, desnuda, arropa y realiza acciones donde imprime la voluntad clínica al decidir el modo en que dormirá, vestirá y el horario al cual debe adaptarse. En esta lógica ya no interesan el querer hacer del personaje ni la marca de clase que hizo desde su arribo a Jauja; más bien, para los especialistas, lo importante es que se acomode y ciña a la nueva existencia que demanda la institución médica, la cual presupone el acatamiento del nuevo régimen y la cualificación de un mal que él mismo no comprende a cabalidad. Atendamos lo siguiente: El enfermero me ayuda a desvestirme … Ya estoy entre sábanas. El enfermero me arropa, displicente, con más prisa que comedimiento. Es la primera vez en mi vida que manos extrañas me manejan a su antojo. Sin embargo, no insinúo la menor queja. Me siento triste e intimidado como un colegial el primer día de encierro. A punto de marcharse, el enfermero apaga la luz. Sólo entonces me atrevo a protestar. –Amigo mío, ¿no podría usted dejar encendida la luz? –No, señor: está prohibido. Ya es hora de dormir. (Parra 17) La cita anterior ilustra el sometimiento del otrora viajero y lo infantiliza porque se apela al paciente como un receptor de las acciones ejercidas por el ayudante de médico, quien ni siquiera lo saluda o le explica el horario a seguir. En tal forma, en la cita, el pronombre “me” se repite cinco veces para configurar la visión de un puro cuerpo que recibe el accionar del otro y es inscrito por esa voluntad que irrumpe en su ser personal; constatar que se es depositario del quehacer del enfermero 105 sustrae, otra vez, la presunta independencia y singularidad que Fernández quiere continuamente preservar en la dinámica del sanatorio. Inclusive, con afán de ser tratado más cálidamente, el narrador llama “amigo” al asistente y le inquiere no quedarse a oscuras, pero ambos pedidos son omitidos y se delimita cualquier lazo fraternal emergente al decirle “señor” y mencionar la prohibición. Así, la última palabra y la acción del descanso son modeladas desde un régimen no clarificado: no ha sido esperado ni se le ha otorgado un documento explicativo. En otros términos, el internamiento expresa un pacto tácito de sometimiento consistente en el abandono del querer por el obedecer, debido a que se desplazan los anhelos individuales en pro de adscribirse a un sistema mayor, al mismo que ya no le importan los afectos, impresiones o necesidades personales. Los dos pasos previos arrojan a Fernández a una doble certeza: la pérdida de su identidad y el rebajamiento de su condición; ambas ideas se incrementan en el capítulo “Debuto como enfermo”, puesto que se hace más palpable la presencia de una retícula donde “Existe en la vigilancia, más exactamente, en la mirada de los vigilantes, algo que no es ajeno al placer de vigilar y al placer de vigilar el placer” (Foucault, Microfísica del poder 156). El rol de vigilancia se halla arraigado en la necesidad de cuantificar al paciente y someterlo a un “interrogatorio casi policial por la minuciosidad del registro” (Parra 27) que demanda respuestas breves y exactas. El enfermero completa una ficha que aprehende la trayectoria individual bajo un rótulo que traza diferentes conexiones sostenidas simbólicamente por la adscripción al sanatorio: el nombre, la edad y la actividad económica terminan diluyéndose en la etiqueta de paciente tebeciano que, a su vez, convoca una imperiosa revisión constante del cuerpo y actividades cronometradas. Igualmente, el médico es parte del brazo múltiple que concretiza la voluntad vigilante enarbolada por la clínica al otorgarle basamento fisiológico a la categoría de tísico. Entonces, al primer reconocimiento de corte casi jurídico (ser paciente) se le aúna el de estatuto 106 científico hecho en un centro especializado a través de exámenes y revisiones (el laboratorio) que son asignadas sin consultársele si desea pasar por chequeo o no, ya que el registro y la revisión canalizan una nueva existencia que lo asemeja a los otros internos: Allí están los médicos, el director y el subdirector del establecimiento, asistidos por algunos empleados inferiores. Me desnudan de medio cuerpo y me aprisionan en la “pantalla”. El médico da una orden, y se apaga la luz. Durante un breve espacio exploran mis pulmones al través de los rayos, moviéndome de un lado y otro, sin duda para ver mejor. No tarda en encenderse de nuevo la luz; y mientras me cubro, el médico me habla. (Parra 30) La jerarquía anterior reproduce el grupo dirigencial que maneja los artefactos tecnológicos cuyo desorden y variedad asustan al personaje. Cabe resaltar que la instrumentalización de los enseres actualiza la concepción de un conjunto selecto –especializado y entrenado para ejercer la medicina– que decodifica y “crea objetos de saber, los hace emerger, acumula informaciones, las utiliza” (Foucault, Microfísica del poder 99). Dicho de otro modo, al hallarse en el laboratorio, Fernández se desterritorializa y comprueba que está “harto deprimido para recuperar mi [su] personalidad frente al hombre que tiene mi [su] salud en sus manos” (Parra 31), pues este detenta una autoridad distinta y superior a la del par raza y clase. No es que el médico sea una transfiguración de la figura imperial regia, sino que actúa con mayor eficiencia que los enfermeros66 y de una forma que ubica al protagonista cual ser carente, inclusive, de la más mínima comprensión de su padecimiento. Por ende, el doctor jefe nunca indaga por los sentimientos del examinado, le contesta agriamente que tiene “los dos pulmones 66 Resulta fundamental comprender que la centralidad del doctor no se da porque este sea visto como un ente superior (el linaje sanguíneo y de parentesco de los reyes, por ejemplo) y fundamental para el sostenimiento del asilo; de hecho, el médico es importante porque forma parte de un sistema estructural mayor (la clínica) que garantiza el “funcionamiento general de los engranajes de poder” (Foucault, Microfísica del poder 181). Del ejercicio de poder cual consumación que se autoregula y preserva en las dinámicas que vinculan a los miembros de una sociedad hablaremos en los apartados posteriores. 107 comprometidos” (Parra 30) sin detallar las implicancias, se expresa en un lenguaje complicado y, al despacharlo, lo sume en una incertidumbre superior a la de su llegada. En adición, podemos señalar que el narrador descubre su disminución a un par de pulmones enfermos, pues, a los ojos de la ciencia, lo valioso de su presencia y el tratamiento se circunscriben a enmendar y batallar contra el malestar, no el sentir de los individuos. Durante el reconocimiento en el laboratorio, el personaje es silenciado e infantilizado nuevamente porque el enfermero lo conduce, le extrae sangre sin asomo de delicadeza y, luego, al ser despedido del habitáculo de los galenos, coacta su tiempo de recreación. Esto se evidencia cuando Fernández decide observar a una monja que recoge flores, mas la delectación es fugaz e irrumpida por el sordo y perenne reclamo “–¿Seguimos, señor?” (Parra 32)”. En la marca de sumisión que lo reconoce como “señor” reposa la misma autoridad muda y prolongada que ejerció el paje del rey Jorge III en la reflexión de Foucault: sus tiempos y actividades están compartimentados, su lugar está dado y su voluntad no cuenta. En apariencia, el enfermero sirve, respeta y atiende al paciente; a nivel más profundo, constituye una extensión de la autoridad médica que vigila al enfermo y le recuerda que no puede actuar según su gusto ni conveniencia, de modo que Fernández termina abandonando el eventual esparcimiento y es obligado a instalarse en el cuarto que le parece lóbrego. Asimismo, se ratifica su condición de un puro cuerpo en los gestos mecánicos de su guarda al prepararlo para descansar: Dejo que me desvistan, aunque el roce de manos ajenas me disgusta. Soy casi un autómata, sometido a las manipulaciones del enfermero que, con gran presteza, me descalza, me echa sobre la cama y luego me cubre hasta las orejas. En seguida me toma la temperatura. Lo interrogo ansiosamente. –No hay fiebre. Si necesita usted algo, toca el timbre. Y anota en la hoja clínica la 108 temperatura. (Parra 33) Pensarse autómata implica el avance en el derrocamiento de esa firme trayectoria singular que Fernández pugnaba por insertar en el sanatorio: no se le devuelve el gesto cariñoso, no le explican su mal ni respetan sus anhelos de ocio. Tampoco se le considera merecedor de conocer el estado real de su situación porque el enfermero le miente al enunciar que no tiene calentura, pero sí anota fiebre en su hoja clínica dirigida al doctor, engranaje humano que sí es digno de saber su estado. En añadidura, los enfermeros hacen gala de un código de conducta prohibitivo anclado en la amenaza: “–Hay que alimentarse, señor. Enfermo que no come… –y concluye la frase guillotinándose con el índice” (Parra 34), aseveran para reconvenir su escaso apetito y, eventualmente, reclamarle que tome comprimidos sin autorización médica. Lo último porque, ante la amenaza de insomnio, el narrador ingiere un somnífero haciendo caso omiso de la prohibición del galeno de no ingerir medicamento sin una orden. Empero, la victoria anterior es efímera porque, después, se apuntala la maraña vigilante en los componentes más básicos y maltratados de la ordenación clínica: los conserjes. Dos son los que descollamos por ser, a su modo, elemento de la sinapsis que garantiza la supeditación de los sujetos y su continua observación en aras de mantenerlos dentro de los márgenes de la norma del Olavegoya. El primero ingresa a la habitación de Fernández cuando este se halla durmiendo y, a pesar de que el paciente se resiste a su presencia y le reclama agriado que quiere seguir descansando, se dedica a limpiar sin la más mínima intención de abandono de sus actividades porque los deseos de los internos no son órdenes: El sirviente se encoge de hombros, y sigue trabajando. Este gesto es harto más expresivo de lo que pudiera ser su respuesta. Comprendo que no estoy en mi casa, donde mis deseos eran órdenes, que me hallo sometido a la disciplina de un establecimiento hospitalario. 109 (Parra 37) En tal modo, el “cholo fortachón que maneja la escoba con un ímpetu bélico” (Parra 37) no se amilana ante la amenaza de Fernández ni le obedece cual sirviente de casa, debido a que su inscripción se deposita en el poder clínico del cual sigue siendo funcionario, más allá de que su proceder sea abiertamente soslayado por los pacientes al carecer de una formación especializada y ejercer la tarea más repugnable de todas: lidiar con las excrecencias, humores y hedores de los internos. La continua puesta en escena de estos seres vistos despectivamente no le genera mayor disfrute de libertad ni concreción de anhelos al personaje, en la medida que la clínica de aliento moderno no se constriñe exclusivamente a su voluntad. De esa manera, son los miembros de limpieza supuestamente precarios los que acrecientan la casi opresiva atmósfera clínica porque demuestran cómo el régimen despersonalizado y sin empatía por los deseos de los pacientes se reacomoda según las circunstancias y se distribuye en la totalidad del personal. Justamente, el segundo conserje es casi un paria porque se halla desprovisto de todo signo de autoridad y humanidad al exhibir una imagen que genera lástima en los asilados: recibe el mote de Ramona, se le concibe débil mental, carece de relaciones filiales (creció en el hospicio), “no sabe del Dolor” (Parra 76) y es incomprensible tasar sus signos físicos para predecir la edad (el servidor, según Fernández, tiene un rostro sin tiempo): Además su humilde oficio lo aparta de sus semejantes. Los sirvientes, sus compañeros, lo alejan de sí, mitad porque desprecian sus funciones, mitad porque su simpleza choca con su rústica malicia. Las mismas monjas lo tratan con cierta dureza, porque rechazan su terrible verdad de inocente. (Parra 77) A pesar de que este Ramona carece de la dureza del primer conserje, nos es factible proponer que cada eslabón de la cadena clínica cumple una función específica en torno a la articulación de la 110 lógica científica. Valga rememorar el primer capítulo donde se menciona la relevancia de garantizar un ambiente iluminado, desinfectado y ventilado para aquellos que están enfermos de tisis; en otros términos, debe existir alguien que concretice la eliminación de los esputos, el uso de líquidos contra las pestilencias y el acondicionamiento de las habitaciones. Así, el conserje pertenece al engranaje capilar especializado que sustenta el discurso tecnológico de la sanación porque él es quien tramita con la masa purulenta que pone en peligro la precaria salud de los internos. Así, sus lides contra la faz fea y decadente del Olavegoya nos ayudan a concebir cuán extendida se halla la retícula del poder, cuyo alcance aprehende la totalidad de los actos: desde el control burocrático de los recién llegados hasta el manejo de las deposiciones. Al acaecer avizor de celadores, enfermeros y conserjes se le suman los papeles del director médico y de la madre superiora, dado que ambos representan, respectivamente, la vigilancia científica y moral de los internos que garantiza la adhesión del interno al plan estipulado.67 Exactamente, al avisar uno de los asistentes que Fernández ha ingerido somníferos, la estructura dirigencial completa se presenta en los aposentos del paciente sin saludar ni avisar: el director, el subdirector, la madre superiora y el enfermero de turno. El primero, con voz neutra, le reprende por haber tomado veronal sin permiso y, sin exasperarse, reitera su autoridad al indicarle que cualquier consumo de medicamentos debe contar siempre con su venia previa. La firmeza de sus palabras cobrará mayor significación cuando se le castigue silenciosamente y se prescriban órdenes que no cuentan con su anuencia o entendimiento: “tres sellos de lubrokal, por la noche, y prohibición terminante de recibir visitas. Debo [debe] hablar lo menos posible” (Parra 40). La conjugación entre medicina dosificada y restricción de movilidad no es extraña porque el poder 67 El sanatorio es un espacio de ostracismo que convoca la ciencia y la religión porque “Tiene un no sé qué de convento, una parte de hospital y mucho de prisión; es decir, algo de todos aquellos lugares que repugnan a los espíritus libres” (Parra 46). 111 clínico se cimenta en el anhelo artificial de libertad, en la capacidad del galeno para encerrar al sujeto y restringirlo de la interacción con otros. Inclusive, restringir la movilidad se entronca con el control de los medios de recreación del paciente al disponerse que descanse constantemente sin salir a los exteriores ni recibir visitas. A Fernández se le somete pulcramente sin que se apliquen normativas psiquiátricas como arrojarlo a un calabozo o bañarlo en agua fría, mas si se dosifica y tecnifica la violencia al distanciarlo de aquello que le produce placer: “Aislamiento absoluto. Se echa doble llave a mi anticipada tumba” (Parra 40). Esta violencia sigue siendo silente y efectiva al ser el recordatorio palpable de su pertenencia a la voluntad de la retícula vigilante: el médico jefe dispone de su libertad, los enfermeros aseguran su sometimiento y los conserjes, aunque lo reverencien, hacen caso omiso de sus designios, en la medida que el narrador solo ostenta el rótulo de señor cual significante vacío que carece de autoridad o control de sí, es un par de pulmones enfermo que se moviliza y trata según los designios de un poder que anula la marca de clase que tanto él reclama. Su posicionamiento de paciente se compone a partir de una subjetividad reductible al de ser una cifra más dentro del Olavegoya, donde se le somete al control clínico diseminado en una miríada de personajes que regula sus tiempos, vigila sus acciones e interviene en su corporeidad. No obstante, su tránsito solo ejemplifica el de otros internos pagantes, pues se indica que hay un mayor régimen de sometimiento con aquellos que carecen de peculio y están fuera del ala San Miguel: aquellos que son cobijados por La Liga de Damas, La Beneficencia Pública o son miembros del ejército.68 68 No tratamos la vida militar pero una de las materializaciones más brutales de ese control autoritario que pasa por alto la sensibilidad de los pacientes se da con el caso del perrito Napoleón, mascota mantenida en secreto por el soldado Cayguas. La existencia del can se da al margen del régimen del sanatorio, lo cual produce que todos los demás pacientes se esfuercen por mantener el secreto y ocultar al perrillo de las asechanzas del ayudante del laboratorio, quien finalmente lo encuentra y decapita. El dolor por la pérdida del único compañero que alegraba la cuadra desencadena la tristeza y locura en su dueño, quien acaba entregándose al alcohol y las correrías para morir de “una 112 En suma, la maraña horizontal del Olavegoya ilustra la burocratización de la clínica que incorpora a los pacientes mediante el acto de despojarlos de deseos y nombres en aras de su despersonalización, en tanto que son un cuerpo enfermo más adscrito a una lógica donde deben ajustarse a la norma. Esta se constituye como el conjunto tácito de prohibiciones y el control sostenido de las esferas de la vida de los internos: se anula la intimidad porque son desnudados a voluntad, se les priva de recreación porque se controla su esparcimiento (desde la caminata hasta la lectura), se recusa su intelecto sobre la base de ocultar deliberadamente el porqué de la medicación y el estado de su enfermedad, y se les restringe de libertad al encerrarlos bajo el argumento de garantizar su bienestar. En tal forma, constantemente emerge el plano del poder en la mediación de los vínculos; sin embargo, como veremos, este no solo se presenta a nivel de jerarquías (médico-paciente) sino, sobre todo, en el conjunto de afectos y transacciones que afilian a los internos. 3.3: Las relaciones basadas en el poder: el amor y sus usos La microfísica del poder requiere volver la mirada sobre aquellos entrelazamientos que trascienden la dinámica dominador-dominado y presuponen, generalmente, la autenticidad de los afectos, puesto que el poder se compone por el conjunto de prácticas y presuposiciones que permea toda interacción humana, principalmente aquellas que se han pensado de manera independiente y fuera del sistema (el amor, por ejemplo). Es primordial recuperar las disquisiciones de Foucault acerca de cómo el poder se ha introyectado en los sujetos, quienes son los que mejor afianzan la permanencia del sistema al fungir de censores, exhibir las taras que subsumen y controlan a los otros (verbigracia, la discriminación) y potenciar la incorporación casi inconsciente de la norma (ellos mismos se restringen sin que se requiera de un vigilante erigido en un estadio superior). violenta hemoptisis” (Parra 235); el director, lejos de condolerse por la situación de dueño y mascota, reconviene a los otros internos con un discurso moralizante que recala en la necesidad de ajustarse a las normas. 113 Apuntemos lo siguiente: Lo que hace que el poder agarre, que se le acepte, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho la atraviesa, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social más que como una instancia negativa que tiene como función reprimir. (Foucault, Microfísica del poder 182) Es la producción de haceres y discursos desde el poder lo que atraviesa tanto el trato dado a Fernández desde la retícula médica como los vínculos que él va gestando desde su condición de interno: la presunta horizontalidad del personaje se halla permeada por una verticalidad arraigada en su presunta superioridad racial y económica, sesgos conferidos por la clase social a la que pertenece. En concreto, quisiéramos incidir en que su sustracción más auténtica de la vigilancia que lo orilla al descanso se materializa mediante los requiebros amorosos que mantiene con una interna del pabellón Santa Elisa: María; de modo similar, es un continuo observador que se desliza por espacios vedados para acusar y visibilizar el maltrato dado a los demás pacientes, pero su mirada y actuar aluden a un poder distinto al de la microfísica que podemos reconocer como el ejercicio patriarcal y racial conferidos por su pertenencia social. Precisamente, Fernández abjura de su cuerpo cansado al cartearse amorosamente con una interna no pagante del pabellón Santa Elisa llamada María, quien es una muchacha joven, provinciana, de clase social baja y con único familiar que la visita.69 Ambos se conocen durante la actividad llamada “Tómbola de la comunidad” que organizan las monjas para hacerse de recursos 69 Si bien no nos concentraremos en la totalidad de las estrategias de resistencia que ejerce Fernández, sí quisiéramos advertir que el uso del dinero le ayuda, desde el inicio, a gestar una red de pequeños apoyos obtenidos a cambio de propinas (conserjes o lavanderas). Por ejemplo, al decidir asediar a la jovencita María, opta por sobornar a una lavandera, la cual solía ofrecer favores sexuales a los internos a cambio de paga; esta forma de proceder solo es válida para aquellos que cuentan con suficiente pecunio, un grupo selecto en un sanatorio donde la mayoría de pacientes dependía de la Beneficencia y de la Liga de Damas. 114 monetarios mediante la creación de un ambiente de esparcimiento y contacto entre los internos varones y mujeres, los cuales comúnmente estaban prohibidos de conversar y hasta mirarse. En el primer encuentro ya se actualizan una serie de presupuestos enraizados en una visión de poder de género: el narrador percibe la necesidad de María al recibir ella, con gozo, “los premios que [él] había obtenido en la rifa” (Parra 102) y la infantiliza constantemente al equipararla con las otras mujeres que ha conocido antes: Era inteligente y vivaz, pero libre de esa horrorosa afectación que es común a las mujeres de ingenio despejado. Descubría un corazón sensible y bondadoso, ávido de ternura, quizás de amor. Esto me sugirió la idea de interrogarla, discretamente, sobre su pasado sentimental. Me confesó que no tenía más parientes que una abuela achacosa y lejana, y un primo, guardia civil, que residía en Huancayo. (Parra 102-103) La primera sospecha que emerge en la cita previa es la de por qué Fernández se muestra tan afecto con ella; si bien es cierto que ya desde antes se pregunta por el lugar donde se ubican las mujeres, no se muestra anhelante de ingresar al ala donde están las de su clase: Santa Lucía. De hecho, por la autofiguración que él mismo describe de su niñez y juventud, notamos que se halla desengañado y decepcionado de los amores de féminas pertenecientes a semejante círculo social, pues estas también se han entregado a los placeres que lo han desgraciado. Inclusive, al percatarse que ella no es de su mismo círculo exclama “¡Pobre muchachita tísica que no conoció jamás la dicha de vivir!” (Parra 103); este gesto de aparente conmiseración, en realidad, es la recuperación de un lugar que ha buscado blandir desde su llegada: el poder de él como un miembro de la élite limeña lo hace virtualmente superior. Adicionalmente, la califica de inteligente, pero haciendo la salvaguarda de que no es de “ingenio despejado” como otras y le atribuye una serie de caracteres anclados en un horizonte de 115 expectativas en torno a cómo debería ser una mujer: María es bondadosa, sensible, amorosa, tierna y le sonríe todo el tiempo en gesto de aprobación. Estos aspectos validados positivamente por nuestro protagonista no se dan de igual a igual, sino que son reconocidos desde la dominancia del personaje que decide tomar la iniciativa e invitarla a seguir manteniendo contacto. La distancia entre quien financia su internamiento y quien no, al igual que la diferencia de género, ratifica la variedad de condiciones del sanatorio, cual pequeño mundo: En otras palabras, en la medicina del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX no había, en sustancia, más que dos categorías de enfermos: quienes pagaban y quienes eran asistidos en el hospital; ahora aparece una nueva categoría, enfermos que no pagan del todo ni son asistidos del todo: la categoría de los enfermos asegurados. (Foucault, El poder psiquiátrico 365)70 María, al recibir la ayuda financiera de la Liga de Damas, ostenta una condición inferior a la de Fernández, quien advierte esta desigualdad y sustenta sus avances al ser consciente de que, más allá de la tisis, ejerce un poder anclado en su condición social: no es este el micropoder moderno foucaultiano expandido en una serie de personajes validados por la institución clínica, sino uno anclado en la estructura anterior, de índole colonial, donde los hombres de la clase alta podían despreciar a los indígenas y hacer uso del cuerpo de las mujeres porque su sola palabra constituía la ley. A ella no la observa con el asco que le generan los olores y la catadura de personajes mestizos, tampoco le reclama obediencia como hace con los trabajadores a los que denomina 70 Los miembros del tercer grupo están constituidos mayoritariamente por los soldados rasos alojados en el sanatorio jaujino, pues estos organizan un reclamo conjunto, durante el horario de almuerzo, y se quejan de la magra y deficiente calidad de la ración alimenticia: “El Estado paga por nosotros. No estamos aquí de caridad. Tenemos derecho a protestar.” (Parra 130). Por cuestiones de extensión, no abordaremos la experiencia de los soldados tísicos, pero sí resaltamos que su presencia es crucial para entender los juegos de poder dentro de la institución: la madre superiora los racializa porque la mayoría de la tropa es indígena, los militares de rango superior no los secundan para no verse inmersos en problemas, y el director finge escucharlos para después expulsar a las caras visibles de la revuelta. Curiosamente, los militares reclaman no para salir del sistema del poder que presupone el Olavegoya, sino para poder vivir mejor en este. 116 “servidumbre” y, mucho menos, le recuerda que él sí paga por su estancia. Empero, sigue usando la misma estratagema que está directamente enlazada con el poder puro y duro que remite a una fase previa al de la modernidad: los monarcas que, con el solo hecho de existir, ya presuponían una serie de prerrogativas que canalizaban desde el respeto hasta la posesión de los cuerpos. Precisamente, Fernández decide que ambos entablaran un tipo de amistad de modo paralelo a las restricciones del sanatorio. Por tanto, la insta a cartearse mutuamente y hasta se divierte cuando ella acaba confesando que “Yo no sé escribir. Se reiría usted de mí” (Parra 104); después, evade abiertamente los resquemores de una “vigilancia más severa” (Parra 104) que podría, si se descubre alguna misiva, derivar en la expulsión de la muchacha. Por eso, el asedio del interno se afianza en una primera distancia que actualiza el poder como mediador de los vínculos afectivos: Fernández hará posible la comunicación, así ello ponga en peligro a la joven y obtiene la promesa de respuesta con protestas y reclamos delicados que, en realidad, encierran una potencia de imposición. Ella le agrada porque representa una femineidad subordinada tres veces: no ha tenido amores previos, es de provincia y carece de recursos. El intercambio inicial se asienta mediante el poder que ejerce el personaje, aunque este incide en “la comunicación de dos almas, que buscaban a través del dolor, el consuelo de un afecto cálido y generoso, más parecido a la amistad, por lo que esta tiene de abnegación” (Parra 163). Tales amores iniciados desde el campo de un contacto a distancia se revisten de una idealización casi absoluta, pues el protagonista reconoce experimentar un aliento de vida, una especie de cariño pueril por la jovencita provinciana sin la educación que él ostenta, un acto de liberación para entretenerse y olvidarse, como él mismo reconoce, de su condición de tísico. El intercambio de misivas, posteriormente, se afianza en dos encuentros físicos y momentáneos; el primero se da en 117 el marco de la salida de las mujeres en el Cementerio de Jauja y, a pesar de que los hombres no pueden coincidir con ellas, Fernández logra sobreponerse a las advertencias del director e impone su voluntad. De María se menciona: Su primavera ha sido truncada en botón, cuando recién se abría a los goces de la vida. ¡Pobre querida niña que sólo ha conocido el dolor! Me aparto un poco para mirarla. ¡Me enternece su figura! Lleno de piedad la estrecho contra mí, sintiendo como un reproche mi impotencia. Yo nada puedo darle sino este amor que florece en el dolor. Muy tarde he llegado a ella, cuando nada tengo ya que pueda ofrecerle. (Parra 203) Este aire de vida en su existencia monótona se da omitiendo los deseos de María, puesto que Fernández es limeño, miembro de una clase acomodada, interno pagante, letrado y con amplia experiencia en amores. En contraposición, María es una muchacha provinciana constantemente puerilizada y sometida a los designios de un Fernández que objetiva su cuerpo (la mira), se erige sobre su voluntad (la ha orillado dos veces a estar en peligro de expulsión mediante las cartas y el encuentro clandestino en el cementerio) y asume que ella también lo desea (se sabe impotente y se culpa de su condición macilenta). Apelamos a este listado de actos porque la reunión del cementerio inaugura una forma de poder paralelo a la reductibilidad que experimentó el personaje al llegar al Olavegoya: los médicos y enfermeros lo trataron como un puro cuerpo, ignoraron sus interrogaciones acerca del estado de avance de la TB, le adscribieron medicamentos sin consultar y le restringieron del ocio. La retícula desplegada a rededor de él era una forma de garantizar el poderío clínico y recordarle al paciente su condición de elemento identitario en la multiplicidad. Cabe resaltar que Fernández ha marchado al Domingo Olavegoya por su propia voluntad y sus quejas se suscitan porque constantemente se vulnera su condición de clase y raza. También su progresivo sometimiento y ajuste al régimen se realiza a través de la burocratización de la 118 práctica clínica, una diversidad de brazos censores (asistentes, guardas y conserjes) y la figura del médico que lo insta a ubicarse como paciente porque el micropoder moderno demanda la homogeneidad de los internos y el acatamiento del horario sin que haya necesidad de consenso entre paciente y especialista. Empero, en sus interacciones con María emerge otro tipo de poder anterior al moderno y que se halla anclado en la preeminencia de la clase aristócrata limense: es adinerado, blanco y educado. Es dicho poder patriarcal y de raigambre colonial el que se restaura al conocer a la joven, en la medida que experimenta una suerte de empoderamiento en un ámbito donde constantemente se vulneran las prerrogativas de las que se considera poseedor. De esa forma, prácticamente obliga a María a ingresar al coto de su deseo sin reparar en lo que piensa o siente. Ella solo le ha sonreído, ha sido amistosa y se ha entusiasmado con los regalos de un pretendiente que trata con respeto por la diferencia social y etaria que media entre ambos, pero él la ha concebido cual amante y promesa de vida dentro de la reclusión que le sabe amarga, amén de pensarse correspondido por el predominio que continuamente busca detentar. Entonces, cuando caminan por el cementerio, el protagonista la abraza y besa frenéticamente sin meditar en el consentimiento de la muchacha; inclusive, cuando reacciona llorosa y asustada, él toma esto como una muestra de candor e inocencia: Nos estrechamos las manos en silencio, embargados por la misma emoción. Nos hemos dicho por escrito todo lo que suelen decirse los enamorados, y, sin embargo, al vernos cara a cara nos sentimos profundamente intimidados, llenos de embarazo y turbación. Yo soy el primero en recobrarme. (Parra 201-202) La iteración del pronombre “nos” y el uso de la primera persona en plural ilustra cómo María es hablada por Fernández, en tanto que él da cuenta de esas emociones filtradas desde sus sentimientos que asume, por antonomasia, compartidos por ella. Las apelaciones al campo común 119 de los enamorados ante un encuentro primero no se corresponden, sin embargo, con las experiencias carnales que él ha relatado anteriormente, puesto que parece ser devuelto a los afanes de cuando era adolescente y concebía el querer desde una pureza carente de apetito y posesión. Dicho de otro modo, Fernández valora a María porque ella lo retrotrae a la experiencia de la consunción como signo que lo erigía sobre el común de los seres y dotaba de tintes trascendentes a la tisis. Él no le consulta sobre sus emociones, sino que asume que las suyas son compartidas de modo natural porque le es inconcebible que la muchacha no sienta el mismo gusto, de modo que se halla obnubilado por la vivificación del poder que estaba continuamente puesto en cuestión por la mirada de la clínica. Vale recordar que la corporeidad y la aptitud de la fémina fueron motivaciones que dinamizaron el deseo de Fernández al constatar la juventud y timidez desde un enfoque que también aprehende el género: él toma la iniciativa de mandar cartas y de tocarla, decide si se comunican a distancia o en presencia, y la estrecha sin comprender a cabalidad o inquirir siquiera por los designios de ella. Su vínculo es gestado, entonces, desde el poder al someter a María al rótulo de su amante, es una forma de recuperar esa singularidad que él ha buscado desde su internamiento y granjearse un poco de libertad dentro de la retícula opresiva. La masculinidad de este tísico, igualmente, no deja de enlazarse con el relato previo de la adquisición del mal, en tanto que del espectro de la consunción que suponía la mística ritual de la inocencia y genialidad se transita a la búsqueda de posesión concupiscente adjudica a la erotización de los enfermos que estaban en peligro de incurrir en un delirio masturbatorio (Armus). Esta incursión en el deseo se evidencia cuando, tras la salida inminente de María porque el director la considera “clínicamente curada” (Parra 294), trama el segundo encuentro entre ambos en 120 Huancayo, ciudad contigua a Jauja.71 En este punto, es pertinente recordar que el sexo se ha convertido en el punto álgido de comprensión y placer de Occidente, por lo que se ha desencadenado todo un aparato para su comprensión, regularización y mercantilización al existir en la conciencia de los sujetos como una aspiración preciada y sancionada: una medicalización de la sexualidad en sí misma, como si ella fuese una zona de fragilidad patológica particular en la existencia humana. Toda sexualidad corre a la vez el riesgo de estar enferma y de inducir a enfermedades sin cuento. (Foucault, Microfísica del poder 161) Es dicha mercantilización del deseo y la conciencia de que su sexualidad, ya reprimida constantemente por los guardas del Olavegoya, debe desencadenarse en un plano idóneo donde él recupere su lugar de poder de forma plena que decide, otra vez anticipándose a la respuesta, emprender la ruta a Huancayo, ciudad más grande y bulliciosa que lo cautiva. Fernández, fuera de la lógica de los secretos y del peligro supuesto por la relación epistolar, asume que podrá desplegar un dominio enlazado con su capacidad monetaria porque enmarca el acto sexual en un espacio acondicionado (el hotel) que deslumbre a María (desea una habitación cara). Sin embargo, el viaje que lo entusiasma al descubrir una ciudad más moderna y alegre se trastoca al comprobar que su cuerpo sigue siendo una metáfora visible y decodificable por los individuos que lo repelen: Busqué el mejor hotel, y pedí una habitación. El empleado que me atendía me miró atentamente; fuése [sic], volvió y tornó, para decirme al cabo, con la sonrisa más amable, “que lamentaban muchísimo no tener ninguna habitación disponible.” El hotel estaba lleno de turistas, pero en el vecino –y me dio [sic.] la dirección– encontraría sin duda lo que deseaba. (Parra 297-298) 71 El sistema de salud del Olavegoya exhibe la conciencia del peligro de los amores entre enfermos, ya sea porque asumiesen que un desborde pasional conducía a la muerte o pensasen que los tebecianos naturalmente eran lujuriosos. 121 La negativa a hospedarlo vuelve a repetirse cuando acude a otro alojamiento y descubre que su pálida faz y ronca voz lo “ponían al margen de la comunidad. Era la oveja tiñosa del rebaño, a la que se aparta para que no contamine a las otras” (Parra 298). Saberse escindido de la ciudad lo entristece porque constata que, si en el sanatorio puede hermanarse con el nosotros de los tísicos y en Jauja se confunde con el paisaje, en Huancayo se le restringe el acceso a los lugares más lujosos, a pesar de que puede pagarlos. El dinero, pues, no le granjea el favor de la capital de Junín ni lo eleva a los ojos de los empleados, quienes son solícitos pero firmes en su negativa: es un tebeciano, un peligro para los turistas sanos y la clase acomodada local, ello soslaya la red del poder con que pensaba cautivar a la muchacha y lo devuelve a la falsa afabilidad con que asistentes y conserjes lo trataban. La falta de un alojamiento caro lo orilla a la tristeza y a renegar de su condición macilenta, en tanto estos prefiguran un despojo activo del poder que había ido gestando a rededor de la muchacha (su condición y el dinero). Esta turbación, empero, será momentánea porque encontrará a un conocido que le ayudará a encontrar otro lugar que también acaba siendo locus de repetición de los temores de los médicos del sanatorio que buscaban mantener los espacios oreados y limpios: Hacía mucho tiempo que no habían sido repintadas las paredes, de suerte que el enjalbegado se caía a pedazos mostrando horribles lacras que les daban a aquéllas [sic.] la apariencia de un rostro comido por la lepra. Del piso, no hablemos. A lo que parecía no había sido baldeado nunca; y la escoba cotidiana no alcanzaba a borrar la huella de los escupitajos y aun otras manchas inconfesables. Había dos camas vestidas con ropa de dudosa blancura. Un lavatorio cuyo mármol roto en mil pedazos … todo roto, viejo, empolvado. (Parra 302) La descripción del habitáculo infecto configura una de las covachas que los higienistas del XIX 122 posicionaban como desencadenante de la tisis, amén de agravar el estado de los convalecientes y facilitar las vías de contagio entre sus habitantes que vivían hacinados: escasa ventilación, suciedad generalizada, amontonamiento de enseres viejos y secreciones contaminantes eran el lugar predilecto de los gérmenes y la acumulación de humores pestilentes (Armus; Zapater; Badhan). Sin verbalizarlo por completo, Fernández se decepciona y ruega una limpieza general, al igual que la colocación de flores y velas, con el fin de ocultar y disfrazar aquel reducto que representa, en cierto modo, el lugar natural de los tísicos pobres y, en consecuencia, la anulación que garantiza el único brillo que parece quedarle de poder: su clase. Por tanto, la incursión a Huancayo provoca un sentimiento doble en el protagonista: anula su ser pudiente al serle negado los lugares para público selecto y delata el estado interno del cuerpo donde la TB progresa ininterrumpidamente, debido a que sigue enfermo, se agota con facilidad, y recurre a la morfina para paliar dolores y dormir tranquilamente. El temor y la vergüenza de Fernández se suspenden momentáneamente cuando recoge a María, quien ya ha salido del Olavegoya, puesto que los dos se entregan a la delectación de pasear por el campo, a comer vituallas sentados “en el claro de un bosquecillo de eucaliptos” (Parra 305) y a respirar el aire límpido de los límites campestres que rodean a un Huancayo en vías de modernización acelerada. Al anochecer, el personaje se excusa por la pobreza del aposento que ha alquilado, relata avergonzado la imposibilidad de acceder a sitios ostentosos y decide que la iluminación del cuarto será solo con velas para ocultar la decadencia latente de este. Nos es útil retomar el constructo metafórico que engarza signos contrarios en los portadores de la peste blanca, cuyos arrebatos transitan de la apatía frágil a los furores amatorios; en particular, el narrador se desembaraza de la noción amorosa de almas en comunión y quiere acostarse con la joven: Con ansia voraz besé su cuello y sus hombros, y busqué bajo la axila el musgo adorable 123 que le herrumbra con su pelusilla dorada. Ella tenía los brazos abiertos en cruz, en la actitud de la entrega absoluta, total. Se me ofrecía toda, sin negarme uno solo de sus encantos. Pero lloraba. Lágrimas silenciosas bañaban su rostro desfigurando su dulce expresión habitual. Su corazón se hallaba distante de sus sentidos. (Parra 308) La cita previa evidencia que María no corresponde al deseo de Fernández y configura el acto desde una entrega sacrificial (la forma de cruz) que reitera el lugar dominante del personaje: ella es un cuerpo del cual él dispone a su antojo porque su relación se halla insertada en una dinámica patriarcal, pese a que, luego, este advierte que ha confundido amabilidad con amor y desiste. El fallido escarceo pasional se enraíza, como hemos dicho, con aquel pasado malsano que Fernández identificó cual germen de la TB al inicio de su relato, en la medida que antepuso la experiencia sensorial al placer del recogimiento intelectual de un amor burgués refinado y salubre. Constatar que María no lo quiere ni lo desea se engarza con la proximidad de la muerte y su condición de ajenidad respecto a las dichas de la vida: “lloré sobre su cuerpo cálido la muerte inevitable de la última ilusión de amor” (Parra 310). Curiosamente, la conclusión de los encuentros evidencia el traslado semántico de un amor que parecía conjunto (el uso previo del “nos”) a la individualidad de los afectos que configura, cual reza el título de este apartado, “su noche de amor”. Atender el traslado del nosotros al singular nos ayuda a comprender cómo el poder opera desde la primacía validada en la condición social que no reconoce el disenso ni la diferencia, en tanto Fernández erige su deseo como capaz de calar en el de María, piensa en un amor recíproco y disfrutado por ambos, cuando, han existido múltiples evidencias del rechazo de ella: desde su negativa a mandar las cartas hasta la inmovilidad. Vale recordar, entonces, que existen dos tipos de poder paralelos plasmados en la novela: uno es el micropoder donde los sujetos introyectan la norma en aras de una convivencia común. 124 En Fernández, eso se traduce en la subyugación de su cuerpo y la obediencia a un nuevo régimen que no se detiene en el brillo de sus apellidos ni la riqueza de su bolsa, en tanto que existir desde la tisis en el sanatorio es ser un paciente que requiere acomodarse al orden moderno de la clínica. Dentro de esa red que detiene sus avances de querer ser respetado como un señor o ejercer su voluntad sin miramientos es que aparece María como un punto que le permite retornar al poder, en su expresión más llana, anterior a la microfísica. Surge, así, una trama de paralelismos donde Fernández se debate entre la normalización de pequeños vigilantes y los resabios de su antiguo centralismo: la ubicación de él como paciente se entronca con la detección de María como amante, el saber científico de pretensión neutra se enlaza con el silenciamiento de los afectos de la muchacha, y la dosificación de medicamentos hace eco en la manipulación monetaria. A su modo, su experiencia de enamoramiento y deseo han sido gestados sobre la base del continuo aniquilamiento del querer de María, esto al saber que ella detenta una femineidad engarzada con los preceptos de debilidad de muchachas delicadas, afables y amorosas, además de considerarla alguien de quien se puede disponer a voluntad. El hecho de que no la posea físicamente configura, antes que una decepción plenamente amorosa, una derrota en esa condición cardinal de la quiere seguir siendo parte, pues él ya no será más quien controle y deshaga los vínculos en sociedad. 3.4: Una mórbida metáfora: la resistencia a las medidas disciplinares La reclusión en los asilos psiquiátricos o, en nuestro caso, en el sanatorio para tuberculosos no se imagina cual espacio permeado de violencia inusitada y suciedad; más bien, la pretensión aséptica, la dosificación de la violencia y la maraña de miradas que vigilan el sometimiento al régimen develan una lógica disciplinar de índole moderna. Esta tiende al centro, atrae a los internos a una dinámica del poder que los absorbe al no permitir los cambios ni los procesos nuevos porque 125 constriñe, protege y circunscribe a los demás objetos; paradójicamente, la disciplina tecnifica y se vale de los aparatos de seguridad, los mismos que tienden a ser centrífugas y modulan los cambios con miras a desencadenar transformaciones inevitables para asegurar la sostenibilidad. Justamente, ese aseguramiento es esencial para garantizar la normalidad de la disciplina y el funcionamiento de la institución, dado que ya no nos hallamos ante un ente que vigila y obliga a los sujetos a acatar la norma. Más bien, la incipiente medicina moderna se ampara en un conjunto de saberes y discursos reconocidos como la norma, esta tiene la potencia de normalizar y homogeneizar a los sujetos, de hacer que su unicidad se diluya en pro del conjunto. Rememoremos lo dicho por Foucault al aludir a la disposición de los poblados: And finally, and important problem for towns in the eighteenth century was allowing for surveillance … In other words, it was a matter of organizing circulation, eliminating its dangerous elements, making a division between good and bad circulation. (Security, Territory, Population 34) Eliminar esos malos elementos es garantizar que la estabilidad de la sociedad disciplinar del Olavegoya no se pierda por los requiebros y reclamos de un sujeto: nuestro protagonista Fernández, quien advierte que hay una doble vigilancia porque la construcción canaliza un “convento, una parte de hospital y mucho de prisión” (Parra 46). Estas dos fuerzas revelan una alianza de poder que persigue la inmersión en todos los estratos del interno: el galeno se señorea sobre el cuerpo al examinarlo y asignarle un tratamiento para aminorar los efectos nocivos de la TB, mientras que la madre superiora, quien también tiene su propio tejido avizor de monjas, anhela descubrir los misterios del alma y garantizar la conducción a la salvación. De ese modo, podemos otorgar un sentido a lo experimentado por Fernández: la burocratización desde su incorporación, hacerlo consciente de que es un “señor” sin mando, la resistencia a obedecer de quienes piensa 126 están a su servicio (enfermeros y conserjes) y el simulacro de amor anclado en poder son formas en que resiste la estandarización disciplinar y pugna por instaurar su singularidad, una donde no quiere ser un paciente más obligado a señalar la muerte y el mal con eufemismos, u orillado, como se evidenció anteriormente, a ser un cuerpo legible que acusa la tisis. En aras de resistir desde el cuerpo, el personaje disimula su deterioro a través de un repertorio de enseres y usos que insuflan una aparente salud:72 me aliño con pulcro esmero. Perfumo mis cabellos para ahuyentar mi “olor de enfermo”, empolvo mis mejillas, me lustro las uñas con el “polissoir” de marfil que perteneciera a un tocador galante. Avanzo con paso tardo. La cama me ha debilitado mucho. Pero rehúso la ayuda del enfermero, en un postrer alarde de una fortaleza que ya no tengo. (Parra 58) Las acciones de perfumar, pulir, empolvar y caminar independientemente son pretensiones de demostrar visiblemente atisbos de lozanía que evadan la terminología médica y la prescripción de una vida moderada: los doctores les recuerdan que ellos son y parecen tísicos, pero el protagonista no quiere aparentarlo. Fernández es, pues, un sujeto que emprende una ruta para evadir la muerte al internarse en el Olavegoya; empero, el impedimento fundamental no es únicamente su escaso vigor sino el querer permanecer siendo él, el resistir el acoso de la vigilancia y estar tramando constantemente modos alternativos a la disciplina que supone su nueva vida. En principio, la tisis no ha advenido bruscamente en el sino del protagonista, no lo ha tomado desprevenido ni ha dado 72 Los mismos afectados utilizan diversas maneras para aludir a la tuberculosis: “la dolorosa masonería del bacilo de Koch” (Parra 15), “la lotería” (Parra 183) y “los pulmones comprometidos” (Parra 30) se entrelazan con “los labios pálidos y resecos, teñidos de sangre en las comisuras” (Parra 213), estar “molido del cuerpo como fatigado del espíritu” (Parra 90) y mostrar una “trágica amarillez” (Parra 57). En línea similar, esos rasgos sostienen la muerte como destino final pasible de evitarse, en ocasiones, al sacrificar la libertad. Al cese del ánima se le califica de “sombra impenetrable” (Parra 276), “la Nada” (Parra 276) y “la Enemiga” (Parra 277) en un proceso de personificación donde morir convoca un carácter femenino y de abismo sin nombre al no saber qué acaece tras superar este plano, por lo que todos los internados, incluyendo el propio Fernández, son prácticamente incapaces de entregarse a la muerte sin reservas: reclaman, llaman al enfermero y lloran al saber que su agonía es lenta y, a veces, dolorosa. En consecuencia, los enfermos performan modos de resistir/recordar el acoso constante que se cierne a partir de los pulmones y los convierte en seres dados a la muerte. 127 cuenta de algún mal hado; más bien, es la sumatoria de una serie de eventos donde la carnalidad se antepuso a lo espiritual: el infante curioso, amante de la belleza y de imaginación excesiva fue desplazado por el joven ansioso de experimentar todas las formas de deleite. Al ser internado, se repitió la misma dinámica que, en palabras de Fernández, fue causa de su desgracia en el pasado: del amor puro, virtual y platónico expresado a María se pasó a uno que buscaba la posesión y el sometimiento sin reparar siquiera en las pretensiones de su compañera. Es más, poco antes de partir a Huancayo, le prometió al director que volvería y se entregaría, por completo, a sus designios: entre ambos se estableció un pacto tácito de derrota fundado en la promesa de un previo triunfo. En otras palabras, Fernández se sustrajo a la vigilancia médica al abandonar el sanatorio, pero prometió regresar y someterse a la disciplina clínica que, en cierto modo, lo deshumaniza. Tal sometimiento, no obstante, en enlazaba con la esperanza de él sometiendo el cuerpo de María e inscribiendo la trayectoria de su deseo e individualidad. Se desprende, con lo explicado, que la tuberculosis se configura como un camino sígnico exteriorizado en el cuerpo a nivel de las acciones y de la piel; a la materialidad visual del bacilo se le añaden un conjunto de estereotipos que las autoridades buscan extirpar al querer controlar la libertad: la independencia y concupiscencia son transgresoras porque delatan la voluntad del enfermo y refrendan su incapacidad de adaptarse al nuevo sistema que persigue cuantificarlos. Dicha cuantificación corresponde a un modo hegemónico de acaecer del poder: se disciplina al enfermo porque se ha construido artificialmente la idea de libertad, la que ha dejado, desde el aislamiento, de ser un derecho natural y debe obtenerse acomodándose a la normativa que asegura la obtención de la sanidad. Sin embargo, Fernández recusa acostumbrarse al silente trato de los técnicos de la salud y desembrolla, mediante su mirada y registro en la escritura, las desigualdades de un constructo que aparentemente los trata sin diferencias: visita a otros enfermos, conversa con 128 pacientes y defiende las causas que la saben injustas. Al igual que lo acaecido para poder comunicarse con María, el narrador se protege valiéndose del lustre y respeto que su dinero le puede granjear, sobre todo entre aquellos hacedores de la vigilancia que sabe menesterosos: enfermeros, guardas y limpiadores. En este punto, nos es útil recurrir al caso de un interno callado, sin edad, abandonado por su familia y recluido a revolverse, por meses, en un camastro infecto porque no podía valerse por sí mismo. Fernández lo visita y se asombra porque sigue vive, pese a que no ingiere alimentos y vomita constantemente, de modo que asevera “resiste y se sostiene en su endeblez miserable” (Parra 123), lo cual lo insta a dudar de la efectividad de los médicos que le auguraban, ya hace meses, la muerte. El avistamiento del físico precario y de implacable resistencia del tísico establecen un lazo de solidaridad del protagonista hacia ese hombre, quien, además, exhibe una grupa con “dos llagas lívidas que un leve tono rosáceo hace más horribles a la vista” (Parra 125) y unos brazos casi esqueléticos. La descripción anterior no es gratuita porque la TB no es un mal que sea invisible a los ojos de los sujetos, en la medida que puede dotar de una belleza extraterrenal a sus portadores o transformarlos en un bacilo móvil. De hecho, aunque este interno se halla recluido en su camilla por siete meses, surge todo un espacio de la precariedad modelizado desde lo contaminante: el paciente no se asea y se ha orinado encima de la cama. Ese acto, al ser descubierto por el enfermero, produce la reconvención “¡Cochino! ¡Asqueroso!” (Parra 126), dado que se responsabiliza a quien se halla abandonado a su suerte. Esto es importante porque posibilita comprobar que la tuberculosis, al ser una metáfora palpable en la vida de los macilentos, no se experimenta de la misma forma en los diferentes estratos: Fernández se moviliza por varios pabellones del sanatorio, registra lo observado y se conserva pulcro, mientras que existe otro conjunto signado por el avance 129 evidente del mal que deriva en el desprecio de los administradores de salud y en la compasión, a veces, de ciertos internos. Lo último emerge porque el protagonista contiene los gritos del enfermero dándole una propina y le pide que cambie las sábanas del moribundo. Entonces, la experiencia de la tisis, abordada desde la materia económica, no es universal en su tratamiento ni homologadora de todos los sujetos; si bien es cierto que ricos y pobres son condenados a morir al carecer la TB de una cura definitiva hasta antes de los cuarenta, la vivencia no es homogénea y está altamente segmentada por la capacidad adquisitiva. Esta figuración se da desde el siglo XIX: los ricos intelectuales y las bellas cortesanas se sometían a los designios de una consunción que los volvía geniales y deseables, a diferencia de la clase obrera o los mendicantes que se volvían signo viviente de lo feo e infecto. Por ende, el narrador establece un recorrido visual que nos ayuda a comprender el sentido amplio de la metáfora mórbida y la condición económica de los recluidos, en cuyo cuerpo descansa la red vigilante que extienden los dominios controladores de la lógica médica.73 Si bien puede parecer contradictorio que haya diferencias en un espacio que supone la homogeneidad disciplinar, quisiéramos señalar que la normalización no implica la igualdad en términos de poder adquisitivo porque lo que se quiere preservar es aquel poder pivote amparado en la norma: el quehacer médico que es responsable no de las personas y sus afecciones sino de la especie humana. Vale destacar que la noción de especie se entronca con el entendimiento biologicista de la sociedad cual organismo vivo que se preserva a costa de violencias, rebeldías y muertes. No es, pues, un anhelo de igualar las condiciones de todos los sujetos lo que alienta el 73 La novela reproduce el Olavegoya como pequeña imagen del Perú porque Fernández hace alusión, repetidas veces, a cómo el dinero le permite corromper a ciertos funcionarios y pasar por alto algunas normas del reglamento. También, los pabellones, y ello se aprecia en la compartimentación referida en el capítulo primero, reproducen una jerarquía social y racial, en tanto que los pacientes blancos son limeños o extranjeros, mientras que los sin pagas son indígenas o mulatos que están bajo la amenaza constante de expulsión. 130 quehacer de lidiar contra la tisis sino, más bien, garantizar la sanidad de los externos al asilo y develar el funcionamiento del mal, en función a esto es que se reduce a los enfermos a ser un puro cuerpo para interpretar por una mirada especializada que descifre la diversificación sígnica: desde el rostro afiebrado y ruboroso hasta la agonía lenta. Consciente de esta reductibilidad de su personalidad, es que nuestro personaje se afianza en la paga que da a la institución y en la dotación de pequeños montos. La acción mencionada se evidencia cuando decide otorgar unas monedas al enfermero74 que lo ha conducido y acomodado en su habitación, con el fin de ganarse su voluntad y, al no poder tener prendida la luz, mantenerlo a su lado por el miedo que le inspira quedarse a solas. Este se muestra más afable en sus respuestas, le cuenta que es el velador, pero se mantiene firme en su negativa a seguir conversando porque atiende a los enfermos de noche y debe acudir a sus llamadas. Posteriormente, Fernández gesta más de una estrategia para resistir el acoso de las autoridades, ya sea haciendo uso de pequeños sobornos que obsequia a los trabajadores colocados en la base del sistema (verbigracia, conserjes y enfermeras) o vociferando órdenes y amenazas contra quienes recusaban su voluntad. Al día siguiente de su llegada, por ejemplo, se niega a pasar otra noche en vela y decide tomar somníferos que lo ayuden a dormir sin fantasear con la muerte; 74 La descripción revela el racismo de Fernández, quien se sabe limeño y proveniente de una élite blanca frente al sector andino. Así, califica de “indio montaraz” (Parra 18) al hombre de salud, lo animaliza al comparar su mirada con la de un cerdo por lo torva, e indica que sus brazos excesivamente largos delatan un origen simiesco; en otros términos, lo inserta en un nivel subhumano. De hecho, el pensamiento racista no es atributo exclusivo de Carlos Parra porque Del Pino Fajardo, en Sanatorio al desnudo, detenta el mismo sesgo que hace abyecto a quienes son de orígenes andinos o afros. Inclusive, el protagonista homónimo de la novela observa al conserje del sanatorio y afirma que es “Un hombrecito regularmente armado. Tamaño regular. De piés [sic.] a cabeza, cabellos rebeldes, como medio millón de menudos fusiles apuntando al techo. Ojos glaucos, mongólicos, nariz chata como resentida por un recto. Boca grande como una lisura terminada en ísima. De carnes prominentes, era el exponente máximo de una entorpecida sensualidad. Su rostro, todo lleno de agujeritos, parecía el buche de un ganzo perdigonado. Era un tipo museológico. Toda una reliquia. Conjunción admirable de indio, cholo y chino donde parecían haberse fusionado las idioteces más estúpidas. Hablaba como un peón de gamonalatos a quien van a ahorcar en breve. Hablaba; yo no sé si hablaba: creo que gruñía. Era un hombrecito deliciosamente feo; caprichosamente antiestético. Pecho sumido, vientre inflado por abajo como ubre de vaca, parecidísima tenía como un ‘no me quedo atrás’, una prominencia culminante por el trasero. Piernas medianas y chuecas. Total: un personaje maquiavélico: Céspedes” (33). Por tanto, ambos advierten una mácula peor a la de su enfermedad: ser pobre de ascendencia indígena o negra, ello desde su blanquitud. 131 al buscar los comprimidos, recuerda que estos se hallan estas un maletín y toca el timbre para que el enfermero lo atienda. Con miras a lograr la concreción de sus deseos, se expresa con tono imperativo hasta que el asistente le alza la voz y se suscita lo siguiente: No puedo más. Al fin exploto. Resucita violentamente mi personalidad. ¡Qué diablos! Bien puede morirse uno, pero conservando su carácter. –Oiga usted, amigo mío; no estoy acostumbrado a recibir indicaciones de los criados. ¿Estamos? Puede usted retirarse. Y no vuelva usted a apagarme la luz desde afuera. (Parra 35) Ante el estallido de cólera donde reclama su lugar de interno pagante, el asistente nocturno se excusa y abandona la habitación con premura. Aparentemente se ha quebrado la rígida crueldad con que lo sometían porque duerme tranquilamente y se mantiene seguro de preservar su personalidad hasta que lo encierran en su habitación porque el director presume que necesita recuperarse de su estado convaleciente. Evidentemente, esta forma de encierro, efectuada por el adjunto del galeno, es una forma para recordarle que la disciplina se compone no a partir de gritos o mandatos sino de pequeños actos que van horadando, sin cesar, la resistencia de quien busca ser reconocido desde su individualidad. En su reclusión, el personaje traza otro modo de alejarse de la prohibición de aislarlo de todo contacto humano: a regañadientes, obliga a un enfermero a trasladar su cama cerca de la ventana donde acabará conociendo a otro interno llamado Barcia, con quien entabla amistad y comprende mejor el funcionamiento del engranaje del balneario: la norma es invisible para los internos pues se les demanda acatar silenciosamente las órdenes de los enfermeros, quienes reproducen el poder de la lógica médica. De hecho, todo aquel que busque escapar a la vigilancia y defender su deseo está a un paso de la expulsión: los amores entre pacientes están prohibidos, 132 los días de asueto están reglamentados en tiempo y manejo, y las visitas son públicas, es decir, hasta las relaciones conyugales se hallan bajo la mirada de los asistentes y las monjas. La amenaza de ser eyectados del Olavegoya traslada, en ese sentido, la responsabilidad de curación al paciente: si se ajustan a la norma, se someten a la vigilancia y cumplen con los horarios impuestos podrán sanarse y, por tanto, adquirir su libertad. Adicionalmente, la regulación de descansos y salidas se conecta, de modo más profundo, con el giro que experimentó la ciencia tras la normalización de las autopsias y la asunción de que el cuerpo es aquel espacio que el médico decodifica/lee al ingresar a sus entrañas (Foucault). Es curioso, pero la autoridad del director del sanatorio se orquesta de un modo progresivo: a la restricción de la ingesta de pastillas le sucede el aislamiento en la habitación, al aislamiento le sigue la reclusión por un mes entero en cama, y el confinamiento obligatorio es reemplazado por la vigilancia casi obsesiva de sus amoríos con María. No se trata, pues, de que el doctor sea la condensación y punto medular que sostiene el poder clínico desde un sadismo que se regodea en insuflar dolor o transcurrir en una realidad paralela sin comprender los avatares de los internos. En contraposición a lo enunciado, la tuberculosis adquiere una existencia independiente con respecto a los pacientes, los mismos que son reconvertidos en una unicidad que resiente la multiplicidad de las pasiones y los pedidos (no se piensa en un enfermo, sino en el colectivo). El recorrido previo de nuestro yo narrador es la pugna que niega su disminución a ser un tísico más, por eso da dinero cuando observa el maltrato hacia sus pares (hay una identificación parcial), reclama que es de una posición superior al denominar criados o dar órdenes a los asistentes, y se muestra renuente a que su cuerpo sea objeto de examinación donde se apliquen procesos que no comprende. Empero, él había hecho una promesa antes de marchar a Huancayo: entregarse a los tratamientos del director y dejar que jueguen “una carta brava” (Parra 312), frase que será utilizada 133 por el médico para autorizar la aplicación del neumotórax e ingresar, por fin, a ese cuerpo que se resistía a la lógica disciplinar clínica donde las entrañas componen una maraña de signos pasibles de leerse: Un doloroso pinchazo me retuerce el cuerpo … Transcurren unos instantes; quizás dos, tres minutos. No siento dolor alguno. Pero el corazón parece que se me hubiera corrido hasta la garganta; allí lo siento latir apresuradamente … Ha concluido la operación. Mas, si hace apenas unos instantes aún podía caminar y moverme por mí mismo, ahora sólo soy un cuerpo muerto. (Parra 312-313) La inmersión efectiva de los hombres de ciencia en la interioridad de Fernández lo reduce a un estado de vulnerabilidad absoluta que se incrementa de forma gradual. Primero, se niegan a explicarle los beneficios exactos de la intervención y solo le hacen saber que comporta cierto riesgo imperioso para su mejoría. Luego, utilizan un lenguaje técnico que deviene extraño y lo reduce a una existencia numérica y orgánica porque un médico masculla “Doscientos” (Parra 313) y otro anuncia “Ha desplegado la pleura” (Parra 313), lo cual sumerge al narrador en una confusión mayor al no saber a qué se refieren exactamente. Finalmente, lo conducen a su cuarto cual ser inerte (lo cubren con una sábana) y este se halla afiebrado hasta que despierta débil e incapaz de articular movimiento alguno frente a la mirada atenta de un médico y de los enfermeros, quienes tampoco le explican lo sucedido ni hacen caso de sus reclamos pidiendo aire y movimiento. La práctica quirúrgica es también burocrática porque implica, de manera equiparable a su registro, un protocolo: el permiso del enfermo, el hermetismo hostil del cuerpo médico, el manejo de un lenguaje críptico y la reclusión que ha despojado de toda fuerza y voluntad a nuestro personaje. Fernández deja de ser aquel sujeto que transita hablando con otros enfermos, no planea modos ya de sustraerse a la vigilancia de los guardas (verbigracia, la salida al cementerio) y acaba 134 perdiendo la noción de temporalidad al no saber “cuándo es el día ni cuándo la noche” (Parra 315). Podemos aseverar que la inscripción efectiva del micropoder médico se concretiza en la presencia de esa corporeidad casi inerte que es ya el narrador, pues se ha buscado conocer su mal, manipular sus órganos y cercenar sin que él sea consciente de las implicancias: Siento que ya no siento nada; y es que quizás este dolor de no sentir, de haber como perdido la razón de ser, el peor de los dolores que castigaron mi vida. Floto a la deriva en un mar de incertidumbre y de dudas. ¿A dónde volver los ojos? ¿Hacia qué orilla arribar mi frágil barca que hace agua por todas sus junturas? (Parra 321) Tras días que transcurren a oscuras, pesadillas donde cree despertar en una tumba, sentirse acosado por los fantasmas pasados del placer que le enrostran sus pecados, y la inapetencia que lo debilita aún más, se sucede una escena final donde, otra vez, carece de voluntad y movimiento. En tal manera, se le carga, traslada, limpia, desnuda y cambia de mudas como una criatura, en la medida que ya no puede reclamar ni recurrir al dinero para sobornar porque carece de fuerzas y voluntad. Tampoco le es permitido recibir la visita de sus compañeros o contemplar la luz del sol, por lo que esa reclusión forzosa termina por minar su salud mental: el personaje acaba su relato con la interrogación de qué hará tras terminar la agonía, una pregunta sin respuesta que es el término de una cadena de sucesos aciagos donde la autoridad científica se muestra fría, distante y presuntamente objetiva al ser la enfermedad misma el área que debe estudiar; los sujetos son solo cuerpos que ayuden a comprender mejor el funcionamiento de la tisis. En síntesis, la novela Sanatorio de Carlos Parra del Riego nos permite comprender cómo la tuberculosis, al carecer de cura, se manifestó de modo metafórico tanto para sanos como enfermos: los primeros adjudicaban rasgos extraterrenales a los tísicos o los consideraban presa de sus pasiones, mientras que los segundos se sabían instalados en el campo de la otredad porque su 135 curación implicaba un desplazamiento físico (marchar a un balneario para recobrar la salud), la visibilización del bacilo que lo consumía (la figura delgada y la piel lívida) y la proximidad con la muerte, a la cual se le personifica porque resulta ser un atributo extensivo de la TB. De manera semejante, la tuberculosis al conllevar el aislamiento de los que la padecen inaugura una vía parangonable a la clínica psiquiátrica trabajada por Michel Foucault: la anulación de la voluntad al interior del lugar de reclusión posibilita que se anhele la libertad, la cual deja de ser un derecho y deviene en un don, un fin que se debe alcanzar mediante la cura. Tal cura está compuesta por una red disciplinar organizada desde un eje (el director como signo viviente del poder clínico) que posee pequeñas extensiones amplificadoras de su mirada (verbigracia, el enfermero y los conserjes) y el cumplimiento del régimen donde hasta los momentos de ocio se hallan circunscritos a la normalización del poder. La normalización se sustenta en la necesidad de que los tebecianos incorporen la norma a sus vidas, busquen defenderla siendo pacientes modelo porque llevan una falla material en sí mismos que se externaliza y puede contaminar al resto de sus congéneres (la tisis). El asumir la normalidad emanada desde un poder que es trascendente a cualquier individuo o institución es vital porque “la verdad es ella misma poder” (Foucault, Microfísica del poder 189) y se halla diseminada en las acciones, así estas semejen ser rebeldes, y relaciones de los sujetos. Justamente, Fernández reproduce la lógica del poder en su amorío con María y con otros internos porque quiere poseer mediante el privilegio otorgado por la clase y el peculio. Mas este privilegio es pasajero porque la moneda de cambio dentro del Olavegoya es él mismo transfigurado en sus pulmones infectos. De hecho, su continua resistencia a disciplinarse y negar la modernidad de la pretendida distancia objetiva médica termina desembocando en el temor que lo atormentaba a su llegada a Jauja: la muerte. 136 CONCLUSIONES En el primer capítulo, la indeterminación de su modo de transmisión y la incapacidad de hallar una cura hasta casi mediados del siglo XX provocaron que la tuberculosis fuese un mal al que se le atribuyeron orígenes diversos, ya sea desde el desbalance humoral hasta la contaminación pulmonar por vivir en zonas hacinadas, sucias y húmedas. Precisamente, se dio un debate entre la escuela francesa que propugnaba el tratamiento climatológico para el restablecimiento integral del enfermo frente a la visión alemana que sugería un contagio húmedo a través de gotitas de saliva contaminantes; en el caso latinoamericano y peruano, se privilegió la tesis francesa, por lo que se siguieron los preceptos higienistas que suponían la intervención del médico en el ámbito privado y en el seno familiar, en tanto que se establecieron recomendaciones para saber cómo distribuir los espacios de la casa e interactuar con quienes estaban enfermos. La inmersión del higienista en el hogar posibilitó el apuntalamiento del médico, puesto que este devino en el sacerdote de la salud (Armus; Foucault) garante del funcionamiento de la sociedad y de las repúblicas latinoamericanas rumbo a su primer centenario. En tal forma, el afán de desinfectar las secreciones de los tísicos, orear las habitaciones y mantener libre de polvo los aposentos modularon la utilización de insumos químicos, objetos del hogar y tónicos que prometían preservar un espacio limpio y sano, así como un cuerpo vigoroso que pueda resistir los embates de las dolencias pulmonares. Además, considerando las opiniones de los doctores y pacientes ilustres (verbigracia, el futuro presidente Manuel Pardo), se amplió la red del tren para garantizar la afluencia de tebecianos a Jauja y congregarlos en un centro médico con asistencia de enfermeros y monjas: el sanatorio Domingo Olavegoya. En el segundo capítulo, las reflexiones de Sontag sobre el miedo que convocaba la TB se transfiguraron en una estetización de la enfermedad que revelaba un alma selecta o la consecuencia 137 de una vida dada a los excesos que resultó, simbólicamente, en el castigo a través de la adquisición del mal, por lo que no se trataba sólo de un padecimiento visible en una constelación de signos físicos (desde la palidez hasta el caminar ralentizado), sino también de un modo de contemplar el entorno a partir del encuentro de contrarios (vida-muerte, salud-enfermedad, pasión-apatía). De manera similar, Foucault repara en que la psiquiatría moderna presupone la constitución del discurso clínico desde una lógica disciplinar que aísla al paciente del orden rutinario de la vida, pues su existencia implica una potencia contaminante entre los sujetos considerados sanos. Asimismo, el acaecer disciplinario tiende a la normalización y regulación de existencias que se pretenden múltiples y singulares, en tanto que el giro moderno institucional consiste en la introyección de la norma en los miembros de la especie humana antes que a la obediencia ciega hacia una entidad central que se pretenda vigilante y punitiva. Precisamente, los mismos seres pasan a conformar una retícula de vigilancia que constantemente organiza y garantiza la adscripción de los sujetos al régimen compartimentado de la existencia en un asilo; en tal forma, no es que exista una preponderancia del médico que lo ubique cual monarca del sistema clínico, sino que aquello sobre lo que se organizan las relaciones y el ajustamiento al control de los horarios se da por la incorporación de la lógica médica moderna, la cual trabaja sobre internos y pacientes que construyen sus ansias de libertad de modo artificial. En tal anhelo de libertad se materializa, a su vez, el ingreso efectivo del médico en el cuerpo del paciente y el desprendimiento de la enfermedad como lo valioso en sí mismo; es decir, el doctor, al blandir un conocimiento que ha sido especializado, es aquel llamado a decodificar la extensión sígnica en que ha devenido la corporeidad expuesta del paciente, además que comprender los mecanismos de funcionamiento del mal es el fin por antonomasia. Se detectó la existencia de un corpus de relatos y novelas compuestos por autores 138 internacionales (Manuel Concha; Manuel Monjas) y nacionales (desde Octavio G. Espinoza hasta Pedro S. Monge) que se concentran en la tisis como tópico literario y la experiencia del yo tísico enunciador que devela los nexos entre representación y enfermedad. Así, pudimos reparar en que, ya sea a través de alusiones positivas o cuestionamientos, la fama de Jauja no solo se halla en la historia o prensa de época, sino también en las producciones literarias que ponen en cuestión la concepción de un canon literario de Junín. De hecho, si se atiende exclusivamente al lugar de nacimiento para justificar que un autor pertenece o no a una zona (Baquerizo) se omite, en el caso de Jauja, un conjunto de ficciones hechas alrededor del tuberculoso y su experiencia en la provincia, ya sea de modo imaginario para evocar una nueva vida (Espinoza; Bedoya), comprobar la asociación muerte-Jauja (Monge; Espinosa; Bonilla) o reflejar la experiencia de quien se sabe distante de su querencia pero urgido por prolongar la existencia (Monjas; Del Pino; Parra del Riego). El corpus aludido constituye un primer esbozo de ficciones que requieren la atención de la crítica literaria canónica y la necesidad de pensar los fundamentos de las llamada literatura regional, en la medida que la fama de Jauja y el asentamiento del sanatorio Olavegoya fueron motivos para el arribo de tísicos artistas e intelectuales, los cuales no se aislaron plenamente del entorno circundante porque ofrecieron descripciones paisajísticas, interactuaron con los lugareños, dieron cuenta del orden estricto de su vida en el sanatorio y hasta participaron en las disquisiciones acerca de la política y mejora de los espacios en la provincia. Precisamente, quizá habría que empezar a reflexionar sobre una nueva terminología para nombrar y caracterizar este tipo de producciones que, desde mucho antes del siglo XX, se gestan desde un locus que cataliza los contrarios vida-muerte, salud-enfermedad y se abocan hacia la escritura sobre Jauja, pese a que los productores no sean nacidos en la zona ni se quedasen a vivir allí. 139 En el tercer capítulo, esta tesis analiza la novela Sanatorio de Carlos Parra del Riego para comprender cómo la tuberculosis constituye una metáfora que pone en relación los contrarios en la vida del paciente Fernández. Este nos explica el paso de la consunción a la tuberculosis en las tres edades que conforman su vida, puesto que ostenta rasgos geniales, una sensibilidad fina y una devoción divina por el ser amado cuando niño hasta que, al crecer, inicia un recorrido de corrupción donde la extremación de los sentidos lo conduce a la destrucción porque la TB irrumpe en su recorrido vital y lo arroja del seno de lo familiar (amigos y parientes). Adicionalmente, la polaridad consunción y tuberculosis se traduce en una dinámica de sometimiento disciplinar y resistencia individual que compone su acaecer dentro del Olavegoya: burla a los enfermeros mediante una propina, mantiene amores que van de lo ideal a lo carnal, y se muestra autoritario al tratar con el médico jefe; sin embargo, todos estos actos de resistencia lo terminan conduciendo a un estado lamentable. A partir de lo enunciado, podemos postular que Fernández es un sujeto que se resiste a la modernidad, en tanto que desea seguir ostentando los privilegios que atañían a la clase acomodada a la que pertenece, se siente superior a nivel intelectual (es un letrado), racial (desprecia a los indígenas y mestizos) y económico (denomina servidumbre a enfermeros y conserjes). El problema, para él, es que la lógica disciplinar del sanatorio lo orilla a una burocratización del ejercicio médico en una microfísica del poder donde aquella posición es puesta continuamente en crisis, dado que la retícula de vigilancia que conforma el sanatorio lo ubica como un paciente más, uno que debe ajustarse al régimen y ser valorado en cuanto al avance de su mal pulmonar, antes que a la atención hacia sus afectos o deseos. De hecho, se evidencia cómo el interno, partiendo desde el poder patriarcal anclado en resabios de la sociedad colonial peruana, ejerce poder sobre María, cuyo deseo es anulado porque Fernández asume ser correspondido y se siente atraído 140 porque la muchacha representa un objeto que puede dominar y controlar a voluntad, no solo por la poca experiencia de ella sino, principalmente, porque es una mujer de origen provinciano y de clase baja. Entonces, ella se convierte en el blanco que posibilita la recomposición de aquel poder amenazado al ser parte del sanatorio, puesto que este despliega toda una serie de estratagemas ancladas en una supuesta superioridad de clase. Sin embargo, esta lógica pertenece a un estadio que la disciplina clínica no conoce y, por ello, los afanes del protagonista están condenados al fracaso y la ubicación efectiva de él como un mero cuerpo a controlar y estudiar. Siguiendo lo anteriormente expuesto, quisiéramos incidir en la necesidad de empezar a pensar la literatura de la enfermedad producida en el Perú y su diálogo con América Latina, puesto que nuestro análisis sobre Sanatorio de Carlos Parra del Riego busca ser un pequeño aporte al estudio de las ficciones que evidencian la crisis de los sujetos ante el advenimiento de la lógica clínica de inclinación moderna y, además, damos cuenta de narraciones gestadas desde la experiencia de los propios visitantes o pacientes. De ese modo, hemos evidenciado, a través de un primer muestrario de novelas y relatos, que la fama de Jauja no se restringió al asentamiento del sanatorio Domingo Olavegoya, pues ya desde el siglo XIX existieron viajeros atraídos por el clima milagroso que permitía aspirar a la mejora de un mal que era, para ese entonces, incurable. Adicionalmente, la caracterización de personajes como Fernández ilustra la estructura jerárquica y desigual de la sociedad en el relato de un protagonista que pugna por mantener sus privilegios y se niega a la reductibilidad que su existencia como tísico le confiere. 141 OBRAS CITADAS Arduini, Stefano. Prolegómenos a una teoría general de las figuras. Universidad de Murcia, 2000. Armus, Diego. La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950. Edhasa, 2007. Badhan, Roberto. “La propaganda higiénica. Los dispensarios y la lucha antituberculosa en Lima.” Variedades. Revista semanal ilustrada, no. 25, 1908, pp. 813-815. Baquerizo, Manuel J. La conciencia de la identidad en la literatura de costumbres de la Sierra Central. Centro Cultural José María Arguedas, 1998. Barton, Alberto. El deber del médico para con su enfermo tuberculoso. Comunicación al Primer Congreso Nacional de Medicina, 1927. Bedoya, Manuel. El alma de las brujas. 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